Llegó con cara de pocos amigos. Santiago se dio
cuenta de que estaba de mal humor y se limitó a servirle su café habitual sin
comentario alguno.
—Buenos días, Jorge. Su café.
Ni levantó la cabeza. Los labios inmóviles, la
mirada perdida. Estaba enfadado, a punto de estallar.
Manuel, que llevaba ya un rato en su lugar de
costumbre, observó aquella escena inusual. Jorge no parecía el mismo. Algo
grave le debía ocurrir.
Pasados unos minutos, al ver que Jorge se cubría el rostro con los brazos, casi
al borde del llanto, se acercó despacio y esperó a que levantara la cabeza.
—¿Qué te ocurre? Sabes que aquí estamos para
ayudarte.
Jorge cerró los ojos y unas lágrimas rodaron por sus
mejillas. Durante unos segundos, el silencio fue denso, casi doloroso.
—Estoy desesperado —dijo al fin—. No entiendo la
ley. Son incapaces de perdonar el más mínimo fallo. No tienen en cuenta la
buena intención con que uno actúa, y al menor descuido… te cae la ley encima.
—Desahógate, Jorge, y ten esperanza —respondió
Manuel—. Todo se supera. Confía.
—Reconozco que me equivoqué, pero lo hice con buena
intención.
—¿De qué hablas?
—Facilité un préstamo a una persona que lo
necesitaba con urgencia.
—Eso no parece un delito.
—No… pero lo hice saltándome ciertos protocolos.
Sentí compasión: esa persona iba a perder su casa. Confié en su honradez. Corrí
el riesgo.
—Y ahora te ha caído la ley encima…
—Exacto. No entienden que hay momentos en que romper
una norma es un acto de amor.
Jorge escondió el rostro entre sus brazos.
—¡Estoy desesperado! —gritó.
—No es nada nuevo —dijo Manuel—. Siempre hay quienes
se escudan en la ley para justificar sus propios egoísmos. Jesús los retrata
bien en el Evangelio:
“¡Ay de ustedes, maestros de la ley, que se han
apoderado de la llave de la ciencia! Ustedes no han entrado y a los que
intentaban entrar se lo han impedido.” (Lc 11, 52)
Jorge respiró hondo.
—Bueno… eso no me soluciona nada, pero al menos me
consuela.
—Nunca pierdas la esperanza. Las buenas obras, tarde
o temprano, encuentran su recompensa.
Los guardianes de la ley viven encadenados a
preceptos que los encierran en su propio miedo. Entre Jesús, puro don, libertad
y creatividad generadora de vida, y ellos, se abre un abismo: dos actitudes que
siguen presentes también hoy dentro de la Iglesia.
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