Lc 12, 39-48 |
Pensó: «Nadie me ve. Puedo actuar como quiero».
Así narraba Alejandro lo sucedido en su empresa. Semanas
después, todo se había aclarado. El sujeto que intentó cambiar los documentos
olvidó, pese a tanta precaución, cerrar la gaveta.
—¡Vaya olvido! —dijo uno de la tertulia.
Al dejarla abierta, la empresa sospechó que alguien
había entrado en las oficinas. Ordenó un examen exhaustivo de todo lo que había
allí, al menos de lo que tuviera valor. Y así descubrieron que aquellos
documentos habían sido adulterados.
—Siempre florece la verdad —comentó otro
tertuliano—. El bien, a pesar de las dificultades, se impone al mal. Es la
historia que se repite en todas las películas.
—Es la historia de la vida —interrumpió Manuel, que
había escuchado atentamente el relato contado por Cipriano, uno de los
tertulianos más habituales.
—Los primeros días —prosiguió Cipriano, autor del
relato—, una vez descubierto el asalto a la oficina, parecía imposible saber
qué faltaba o qué había sido manipulado. No habían dejado huellas ni señales…
hasta que se fijaron en aquella gaveta. No estaba cerrada.
—Y, claro, eso levantó las sospechas —añadió Manuel—. La ambición y el deseo de apoderarse de lo que no te pertenece terminan siempre mal. Nos corrompemos tramando en la oscuridad mientras pensamos que nadie nos ve, engordando en el interior la imagen de un ego vanidoso que realmente no somos. En Lc 12, 39-42, Jesús lo deja muy claro: nos invita a estar vigilantes y preparados.
Dios, a través de la vida, nos ha confiado personas, capacidades y bienes que no son para usar según nuestro capricho, sino para ponerlos al servicio del Reino. No actuar así es el germen de toda corrupción, que se apropia de lo recibido para aprovecharlo en beneficio propio.
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