| Lc 14, 1-6 | 
    La
sala se había quedado vacía. Adolfo, el médico que daba la consulta, se
despojaba de su bata blanca y se disponía a abandonar el lugar.
    Momentos
antes, la auxiliar había despedido a una persona que esperaba pacientemente su
turno.
    —Váyase,
por favor. Le he llamado a su nombre y nadie ha respondido. Ya es tarde. La
consulta ha terminado.
    —Pero…
tengo un malestar que no soporto. No he podido llegar antes por culpa de un
atasco. Por favor, tenga compasión de mí. Vivo lejos de aquí y no podría
soportar este dolor toda la noche. Además…
    La
enfermera —interrumpiéndole, con el ceño fruncido y gesto de impaciencia— le
señaló con el pulgar la puerta de salida.
    —¡Además,
el doctor ya se ha ido! ¡No hay nada que hacer!
    En
ese instante se oyó el repiqueo de la puerta. Tras el ruido, apareció el
doctor, con paso firme hacia la salida. En principio, no se fijó en la escena
que tenía delante, pero, tras dar unos pasos, algo en su interior le hizo
detenerse.
Más tarde diría que no supo explicar qué impulso le llevó a volver la mirada.
    —¿Qué
sucede, Fernanda? —preguntó.—Nada de importancia, doctor —replicó la auxiliar—.
Un inoportuno paciente que insiste en ser recibido.
    Adolfo
miró a aquella persona. Percibió sus gestos de dolor y, poniéndose en su lugar,
se compadeció.
    —Hágale
pasar —dijo con serenidad—. Trataré de calmar su dolor.
    Fernanda
puso cara de sorpresa y, al mismo tiempo, de resignación. No acogió bien la
decisión del doctor. Con un tono entre enfado y fastidio, dijo:
    —Pase
usted. Siéntese ahí.
    En
pocos instantes apareció Adolfo. Su aspecto era agradable y su voz, cálida y
cercana. Todo en él inspiraba confianza.
    Después
de examinarlo con atención, no solo le prescribió unas pastillas, sino que,
abriendo una gaveta, se las puso en las manos.
    —Tómese
una al acostarse —le indicó—. Si el dolor persiste, vuelva a tomarse otra a las
seis horas. Si se alivia y duerme toda la noche, tranquilo. Al desayunar,
repita la dosis. Espero que con eso desaparezca su malestar.
    Higinio,
el paciente, se quedó con la boca abierta. No sabía qué decir. Solo pudo, con
una expresión de agradecimiento, murmurar:
    —Gracias,
Señor. Que Dios se lo pague.
    Adolfo,
el médico, sabía lo que hacía. Aquella misma mañana, antes de dirigirse a su
trabajo, había leído el Evangelio del día (Lc 14, 1-6), cuando Jesús dijo a los
fariseos con los que comía:
    «¿Es
lícito curar en sábado o no?».
    Ellos
se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
    La
lección que Adolfo le dio a Fernanda iluminó toda la consulta.
    La despedida que ofreció a Higinio fue el signo de que había comprendido que las
personas están antes que los horarios
  
 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Compartir es esforzarnos en conocernos, y conociéndonos podemos querernos un poco más.
Tu comentario se hace importante y necesario.