| Mt 5, 1-12a |
Era
un día triste y poco apacible. Propicio para que reinara la melancolía e
hiciera presencia la apatía y el tedio.
Sus
pasos descubrían decaimiento y pesadumbre. No podía evitarlo, menos aún
ocultarlo. Su presencia llamaba la atención y despertaba cierta compasión.
Llevaba
varias horas caminando, como perdido y desorientado. Se sintió cansado y,
viendo una terraza cercana, se encaminó hacia ella con la idea de descansar.
—Buenos
días, señor —saludó Santiago, acercándose—. ¿Desea tomar algo?
—Buenos
días… aunque yo los llevo pésimo —respondió Aurelio—. Sí, un poco de agua, por
favor.
—Enseguida
—replicó Santiago.
En
pocos segundos volvió con el agua solicitada.
—Aquí
tiene su agua. Si me permite… ¿por qué considera usted pésimo este día?
—Todo
se ha vuelto contra mí —respondió Eusebio, malhumorado y con un rostro de
amargura.
—Hay
días torcidos, en los que parece que nada sale bien —dijo Santiago—, pero todo
acaba volviendo a su sitio. Tenga paciencia y confianza.
—Me
he enfadado con mis hijos. No tuve la paciencia ni la mansedumbre para
escucharlos, y… les he recriminado. Y me pesa. He llegado a soltar alguna
lágrima.
—No
se desespere —dijo Santiago, algo preocupado.
—Trato
de no hacerlo, pero quiero arreglarlo. Siento que he sido injusto y falto de
misericordia. Pienso que he jugado sucio.
Santiago
no sabía qué decir ni qué hacer. Llegó a pensar que el desesperado era él, pues
se sentía incapaz de consolar al cliente.
De
repente, vio los cielos abiertos: Manuel llegaba a la tertulia. Le hizo señas
para que se acercara.
—Buenos
días. Un día de aspecto grisáceo y feo, ¿no les parece?
—Para
mí —respondió Eusebio, aparte, con tristeza—, es pésimo.
—No
es para tanto —dijo Manuel—. La vida, a pesar de las tormentas, siempre vale la
pena saborearla. Incluso en medio de las tempestades.
—No
lo veo así —replicó Eusebio, bastante convencido.
—Es
verdad que siempre hay motivos para entristecerse, enfadarse o desesperarse,
pero por encima de todo está la Palabra de Dios. Precisamente, en el evangelio
de hoy (Mt 5, 1-12a), Jesús nos habla de las bienaventuranzas. Y llama
bienaventurados a los mansos, a los que lloran porque buscan la justicia, a los
misericordiosos…
—Todo
eso es lo que me sucede a mí en estos momentos —dijo Eusebio, emocionado.
Santiago,
viendo su reacción, puso a Manuel al corriente de lo sucedido.
—Tenga fe y confianza —le dijo Manuel—. Considérese bienaventurado y acepte
pacientemente lo sucedido. Confiando en la Palabra del Señor, intente
solucionarlo con misericordia. Verá cómo encuentra la fuerza para hacerlo.
Eusebio,
secándose las lágrimas, miró a Manuel. Le parecía un ángel bajado del cielo. Se
sentía más tranquilo; el malestar y la desesperación parecían desvanecerse.
—¿Por
qué no? —dijo, dejando escapar una sonrisa—. Muchas gracias, señor. No sé su
nombre, pero ha sido un acierto sentarme aquí y esperar a que usted apareciera.
—Dele
las gracias a ese Señor Jesús que habla de los bienaventurados.
Santiago,
mediador involuntario, experimentó un gozo inenarrable. Aquello quedaría
grabado en su corazón.
«No
hay nada tan grande como transmitir el amor y la misericordia de Dios», pensó.
Se lo había oído decir a Manuel alguna vez.
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