(Mt 5,43-48) |
Hay una gran diferencia en el amor, digamos, común, y el amor verdadero. Porque el amor común es el amor natural y racional de la especie humana, pero el amor verdadero es el amor con el que nos ama el Dios Verdadero. Es el amor que nos propone Jesús y que nos enseña con su Vida y Palabra.
Es el amor con el que le envía su Padre del Cielo para que nos lo comunique y nos lo haga saber. Dios nos quiere con locura y, en Jesús, su único Hijo Verdadero, nos hace también a cada uno de nosotros sus hijos. Hijos adoptivos y coherederos con Jesús de su Gloria.
El hombre alberga en lo más profundo de su corazón ansias de amar. Necesita amar, pero su corazón mal herido entiende que ese amor que necesita dar exige correspondencia, y ama para ser amado. Y da, para recibir. Es un amor con resquicio de correspondencia y excluido de la gratuidad. Es la herida del pecado, que lo vuelve egoísta e, interesado. Eso explica las rupturas del amor, sobre todo en los matrimonios.
Porque el amor no ha madurado y exige correspondencia y satisfacciones, y cuando estás ya han pasado porque llegan otros tiempos, se rebelan y se rompen. El amor necesita madurar y morir a su propio ego. Es la semilla que muere, de la que nos habla Jesús. Y muerta da frutos, los frutos del desprendimiento, de la entrega, de la paciencia, comprensión, humildad, servicio y unidad. Es entonces cuando el amor está preparado para amar a los enemigos, a los que te persiguen y amenazan de muerte.
Porque amar a los que te aman es formar capillas, sectas y fobias que excluyen a los que no amas, es decir, a los que son enemigos. No se puede explicar un Dios excluyente, porque no podría llamar a todos sus hijos. Y lo hace y los llama. Nuestro Padre Dios es un Dios de buenos y malos. Para todos hace salir el sol y manda la lluvia para que germine la tierra y les sirva de alimento. Es claro y lógico que el amor sea extensivo a todos los hombres, incluso a los enemigos.
Pero nos encontramos que el corazón del hombre no está preparado para tal proeza. Por eso, Jesús, el Hijo de Dios Verdadero, nos lo enseña y demuestra con su Vida y Pasión, perdonando y amando a todos hasta los últimos momentos en la Cruz. Y nos deja la asistencia del Paráclito, el Espíritu Santo, para que en Él recibamos las fuerzas y la capacidad necesaria para ablandar nuestros corazones y convertirlos en corazones de carne, suaves y bondadosos capaces de amar a los enemigos.
Sí, realmente en el Espíritu de Dios podemos amar a los enemigos. No es una utopía, y nos lo demuestran a diario todos los mártires que dan su vida perdonando y amando como Jesús les ha enseñado con su ejemplo. Verdaderamente necesitamos la Gracia de Dios para responder de forma gratuita al amor hacia los enemigos. Y aprovechamos para pedírsela.
Porque el amor no ha madurado y exige correspondencia y satisfacciones, y cuando estás ya han pasado porque llegan otros tiempos, se rebelan y se rompen. El amor necesita madurar y morir a su propio ego. Es la semilla que muere, de la que nos habla Jesús. Y muerta da frutos, los frutos del desprendimiento, de la entrega, de la paciencia, comprensión, humildad, servicio y unidad. Es entonces cuando el amor está preparado para amar a los enemigos, a los que te persiguen y amenazan de muerte.
Porque amar a los que te aman es formar capillas, sectas y fobias que excluyen a los que no amas, es decir, a los que son enemigos. No se puede explicar un Dios excluyente, porque no podría llamar a todos sus hijos. Y lo hace y los llama. Nuestro Padre Dios es un Dios de buenos y malos. Para todos hace salir el sol y manda la lluvia para que germine la tierra y les sirva de alimento. Es claro y lógico que el amor sea extensivo a todos los hombres, incluso a los enemigos.
Pero nos encontramos que el corazón del hombre no está preparado para tal proeza. Por eso, Jesús, el Hijo de Dios Verdadero, nos lo enseña y demuestra con su Vida y Pasión, perdonando y amando a todos hasta los últimos momentos en la Cruz. Y nos deja la asistencia del Paráclito, el Espíritu Santo, para que en Él recibamos las fuerzas y la capacidad necesaria para ablandar nuestros corazones y convertirlos en corazones de carne, suaves y bondadosos capaces de amar a los enemigos.
Sí, realmente en el Espíritu de Dios podemos amar a los enemigos. No es una utopía, y nos lo demuestran a diario todos los mártires que dan su vida perdonando y amando como Jesús les ha enseñado con su ejemplo. Verdaderamente necesitamos la Gracia de Dios para responder de forma gratuita al amor hacia los enemigos. Y aprovechamos para pedírsela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Compartir es esforzarnos en conocernos, y conociéndonos podemos querernos un poco más.
Tu comentario se hace importante y necesario.