| Lc 14, 12-14 |
La comida fue suculenta y dejó satisfechos a todos
los invitados. El anfitrión estaba complacido: todo había salido como quería.
Aquel banquete representaba mucho para él, pues le abría puertas a futuros
negocios, compras y nuevas relaciones económicas.
«Indudablemente, ha sido un acierto», se dijo a sí mismo.
Octavio era un personaje bien considerado. Además,
su fortuna —ya sustanciosa— crecía con cada uno de estos encuentros. Se rodeaba
de grandes inversores y destacados comerciantes, y eso le abría nuevas
oportunidades. Su rostro reflejaba una euforia incontenible. La vida le
sonreía.
Llegó la hora final. Todos se habían marchado y,
desbordado de alegría, decidió dar un paseo. La tarde, con su plácido
anochecer, invitaba a caminar y aligerar el cuerpo después de tan abundante
banquete.
Además —pensó—: «Ahora no puedo conciliar el sueño. Necesito reflexionar, y un
paseo me ayudará a poner mis ideas en orden».
Octavio estaba pletórico. Sus comidas daban buen
resultado, y sus negocios marchaban bien. Todo salía según lo planeado. Sus
invitados eran de postín, cuidadosamente elegidos para sacarles algún
rendimiento.
Iba tan contento que, al pasar junto a una terraza, le apeteció tomar un café.
Eran las siete de la tarde. La terraza estaba animada: un buen ambiente para
observar, relajarse y, tal vez, encontrar nuevas ideas.
«¡Y hasta negocio, por qué no!», pensó.
—Tengan mucho cuidado —decía Manuel a sus compañeros
tertulianos—. No busquen relaciones con el fin de obtener resultados de ellas.
Cuando hagan algo por los demás, háganlo sin interés ni recompensa.
—Pero —replicó Roberto, uno de los tertulianos— siempre te van a ofrecer algo
como agradecimiento por lo que haces.
—Sí, posiblemente —respondió Manuel—. Por eso, lo mejor y más seguro es hacerlo
por quienes no pueden pagarte. Jesús lo dice claramente en el evangelio (Lc 14,
12-14), cuando aconseja a uno de los principales fariseos que lo había
invitado: “Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los
cojos y a los ciegos”. Así tu invitación tendrá la recompensa eterna.
Aquellas palabras llegaron a los oídos de Octavio.
No era lo que buscaba ni deseaba oír, pero lo sorprendieron.
Se dijo: «Yo ya he recibido mi recompensa en esta vida, pero, ¿y en la otra?
¿Qué recibiré? ¿Acaso me pagarán de nuevo mis invitados?».
Levantó la cabeza, miró hacia el cielo y murmuró:
«De aquí en adelante invitaré a aquellos que no me puedan pagar».
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