| Lc 15, 1-10 |
Antonio
era consciente de que su hijo, el que ocupaba el quinto lugar, necesitaba más
atención y cuidado que los otros. No se trataba de medir el amor, sino de
atender a la necesidad que pudiera tener cada uno.
Julio
era el penúltimo hijo del matrimonio de Antonio y Encarna y, aunque
aparentemente no presentaba ninguna diferencia con sus hermanos, su
comportamiento resultaba algo extraño. Daba la sensación de que no correspondía
a la educación que sus padres trataban de darle.
—¿A
dónde vas? —le preguntó su madre, algo preocupada.
—A
dar una vuelta con los amigos —respondió Julio. Su mirada dibujó una extraña
complicidad, como queriendo ocultar algo.
—No
vengas tarde —le dijo su madre—. Sabes que sobre las ocho cenamos todos.
—De acuerdo, estaré a esa hora —contestó Julio.
Era
un día de fiesta. La tertulia estaba animada. Se había formado un careo sobre
la educación y la obediencia de los hijos. En ese momento tenía la palabra
Pedro.
—Creo
que se está perdiendo el respeto a los padres. Cada día se oyen más casos de
desobediencia y abandono familiar.
—No
le echemos toda la culpa a los hijos —respondió otro—. También los padres, a
veces, no saben estar a la altura de la situación. Quizás, sin darse cuenta,
presionan demasiado a los hijos.
—Nadie
tiene toda la razón —intervino Manuel—. Unas veces son los padres y otras los
hijos. Hay que buscar…
En
ese instante se oyó un ruido, casi un lamento. Unos padres, cansados de buscar
y con expresión desesperada, se sentaron en la terraza. Pidieron agua, pues la
señora estaba angustiada y con síntomas de fatiga.
Santiago,
que había escuchado y presenciado la escena, acudió con prontitud con una
botella de agua.
—Tome, señora, beba y tranquilícese. ¿Qué le ocurre?
—Son
casi las nueve de la noche —dijo Encarna angustiada— y no tengo noticias de mi
hijo. Hoy era un día especial de familia y le esperábamos a las ocho para cenar
todos juntos. A estas horas no sabemos nada de él.
—No
se preocupe —intervino Manuel, tratando de calmar a los padres—. Quizás se haya
entretenido o no haya encontrado cómo regresar.
—No
es eso lo que nos preocupa —respondió Antonio—. Lo que tememos es que Julio,
que a veces actúa de forma extraña, haya hecho alguna locura de las suyas. Nos
tiene acostumbrados a sus imprevistos.
—Comprendo
—admitió Manuel con cara de resignación, pero sugiriendo paciencia.
—Eso
explica nuestra desesperación y angustia, ¿comprenden?
—Sí,
claro, es normal —comentó Manuel—. Pero siempre debemos tener esperanza y
confianza. Jesús nos lo enseña cuando, en Lc 15, 1-10, nos habla del celo de
los padres por los hijos. Dispuestos a todo, los buscan, y cuando los
encuentran, todo se convierte en fiesta y alegría.
En
ese momento sonó el móvil de Antonio. Era su hijo mayor: le avisaba de que
Julio acababa de llegar a casa. Debido a unos atascos, se había atrasado.
La
tertulia se convirtió en una fiesta. Brindaron por el regreso de Julio, y las
caras de alegría y regocijo inundaron la terraza. Hasta Santiago sonreía
alegremente.
De
esta manera podemos entender el amor y el desvelo del Padre por los pobres y
los pecadores, y su alegría desmedida cuando los alivia o los recupera.
Dios se hace para nosotros verdaderamente grande y auténtico Padre
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