| Lc 17, 1-6 |
Llegó el día de la fiesta principal del
pueblo. Terminada la celebración, la plaza estaba a rebosar. No faltaba ni el
gato, como solemos decir en esos momentos.
El alcalde había terminado el saludo anual al pueblo y se daba el pistoletazo
de salida a la diversión y a la fiesta. La algarabía pronto se hizo dueña del
lugar: música, comidas, bailes, risas… todo era alegría.
Por distintos rincones se formaban
tertulias, sobre todo de los personajes más conocidos del pueblo, que, al calor
de una copa de vino, comentaban la evolución de la fiesta.
En una de ellas, Severino, uno de los más
longevos del pueblo, hablaba sobre la persona del alcalde.
—El señor alcalde no aparenta mala persona
—dijo—, pero esconde una historia de malas acciones que, si el pueblo lo
supiera, le costaría el puesto.
Sorprendido, uno de los presentes, muy
implicado en los asuntos sociales del pueblo, preguntó con gesto de sospecha:
—¿Ha cometido algún delito o algo inmoral?
Y giró los ojos hacia los demás, buscando
complicidad.
—No lo sé —contestó Severino, queriendo
evitar sospechas—, pero hay habladurías de que se ha enriquecido ilegalmente.
—Eso es muy grave —repuso el hombre—. No
se puede decir algo así sin pruebas. Pueden escandalizar a la gente y poner en
duda el nombre de una persona sin motivos justificados.
En ese momento intervino Manuel, que había
sido invitado a las fiestas porque tenía buenos amigos en el lugar. Todos lo
miraron, pues conocían su reputación de hombre justo y moral.
Manuel respiró hondo y, con serenidad,
recordó unas palabras de Jesús:
—En el Evangelio de Lucas (17, 1-6), Jesús
dice: «Es imposible que no haya escándalos, pero ¡ay de quien los provoca! Al
que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello
una piedra de molino y lo arrojaran al mar».
Hizo una pausa. Observó el semblante de
quienes lo escuchaban, y continuó:
—Jesús también nos invita a corregir y a
perdonar siempre que haya arrepentimiento, y a confiar en que Dios puede
transformar la realidad, por oscura e inamovible que parezca.
Severino se quedó mudo. Su cara era un
poema, pero en sus ojos se adivinaba arrepentimiento.
«Nunca quise ofender ni escandalizar»,
pensó.
Entendió que sus palabras, sin pruebas,
podían causar un daño inmenso.
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