| Lc 21, 5-19 |
Extasiado por tanto esplendor, Fernando pasaba largo tiempo contemplando
aquella obra magnífica. Su esplendor era suntuoso y relevante. Todos se
detenían ante tan grandiosa obra.
—Es un portento —exclamó uno de los acompañantes de Fernando. En mi vida
no había visto algo igual.
—Lo mismo digo yo —dijo otro de los acompañantes. ¡Es impresionante!
Todos estaban fascinados ante ese prodigio. Su figura se elevaba
majestuosa y firme hasta casi perderse de vista, como desafiando al cielo.
De repente se oyó una voz que llamó la atención de todos:
«Esto que contemplan, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra
que no sea destruida»
Las miradas se volvieron hacia la voz.
Fernando y sus acompañantes mostraron unos rostros de lástima y
desconcierto.
Era Manuel, llevaba en sus manos una Biblia y leía el pasaje evangélico
de Lc 21, 5-19.
—Jesús —continuó Manuel— anuncia un nuevo tiempo; las catástrofes y
persecuciones son señal del nacimiento de una realidad nueva.
Para los cristianos, el único templo es el mundo.
Algunos, algo exaltados, le interrumpieron:
—Pero este templo es una maravilla, y ahí está Dios.
—Dios habita en la realidad y en la historia y, de modo especial, habita
en nuestros corazones, para que en Él lo adoremos en espíritu y en verdad.
—Pero… ¿y estas bellezas…?
—Ya no añoramos ningún templo; el único templo donde adorar y servir a
Dios es el mundo y sus criaturas, la historia y los seres humanos, muy
especialmente los vulnerables.
Se hizo un silencio sepulcral. Todos se miraron. En el ambiente flotaba
la conciencia de que: «No hay que temer la destrucción de los templos, sino
temer no amar como Dios nos ama».
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