domingo, 9 de noviembre de 2025

SANTUARIO DE ADORACIÓN

Jn 2, 13-22

    El lugar se había convertido en una recova. La gente ya no guardaba respeto ni silencio. Con el tiempo, todos acudían a comerciar, relacionarse y pasar un rato distraído.

   A Saúl no le gustaba lo que veía. Recordaba otros tiempos: orden, disciplina, turnos. Nada de algarabía, desorden ni comercio.

   Aquel lugar donde, años atrás, había gozado de prestigio, de encuentro, de diálogo libre y de escucha atenta, se había transformado en un gallinero: nadie escuchaba, todos gritaban y poco se entendía.

    Sintió cómo la frustración se le acumulaba en el pecho. Una mezcla de tristeza, impotencia y enfado le hervía por dentro. Su paciencia había señalado el punto rojo. Estaba a punto de explotar.

    Decidido a no perder la paz, abandonó el sitio. Se echó a caminar con el corazón entregado a Dios, pidiéndole paciencia y fuerza para soportar lo que, para él, resultaba insoportable.

    Al pasar delante de una terraza, oyó una conversación que le llamó la atención. Se hablaba de lo sagrado, del espacio donde los cristianos se reúnen para adorar.

    Silencioso, se sentó en una mesa cercana, pidió un café para disimular y abrió sus oídos… y su corazón.

    Hablaban de la Basílica de Letrán y de la fiesta que celebran para recordar la primera iglesia que pudo salir de los muros de las casas tras el Edicto de Milán, cuando Constantino concedió libertad religiosa en el año 313.

    En ese momento, Manuel —un hombre de hablar pausado, con una Biblia gastada entre las manos— dijo:
    —Esta basílica es la madre de todas las futuras iglesias. Son espacios de congregación y de oración, en los que conservamos el cuerpo sacramental de Cristo.

    Uno de los tertulianos, moviendo la mano con cierta inquietud, intervino:
    —Sin embargo, hoy esos espacios ya no se respetan. A veces parecen recovas donde la gente viene a lucir sus prendas, a saludarse y a cumplir tradiciones más que a vivir la fe.
Manuel lo escuchó con serenidad.
   —Puede ser —respondió—. Es verdad que se pierde el respeto. Quizás la fe se ha convertido en rutina, más práctica que encuentro. Y eso es algo que tenemos que redescubrir los cristianos.

    Otro tertuliano, mientras giraba lentamente su taza, añadió:
    —Pero también es cierto que hay momentos de silencio pleno, de atmósfera de fe, donde se respira la presencia sacramental del Señor. No todo es desorden.
    —Sí, hay de todo —concluyó Manuel—. Jesús también lo denunció (Jn 2, 13-22) cuando expulsó a los comerciantes del templo.

    Hizo una pausa. Miró a los demás y habló con convicción:
   —Pero lo que no podemos perder de vista es que el verdadero templo seguimos siendo nosotros, los seres humanos: comenzando por los más olvidados, continuando por la comunidad reunida para orar y culminando en cada persona, que es sede de la gracia de Dios y lugar de adoración.
 
    Saúl bajó la mirada y sonrió. Había encontrado la paz. 
   No era solo aquel lugar que él frecuentaba donde sucedían estas cosas. También ocurría en las mismas iglesias.
   La cuestión no estaba en los espacios, sino en las personas: en su educación, sus valores y su conciencia de respeto.
   Comprendió, finalmente, que no basta exigir silencio en un templo: es el corazón el que debe aprender a callar para escuchar a Dios.

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