| Jn 2, 13-22 |
El lugar se había convertido en una
recova. La gente ya no guardaba respeto ni silencio. Con el tiempo, todos
acudían a comerciar, relacionarse y pasar un rato distraído.
A Saúl no le gustaba lo que veía. Recordaba otros tiempos: orden, disciplina,
turnos. Nada de algarabía, desorden ni comercio.
Aquel lugar donde, años atrás, había
gozado de prestigio, de encuentro, de diálogo libre y de escucha atenta, se
había transformado en un gallinero: nadie escuchaba, todos gritaban y poco se
entendía.
Sintió cómo la frustración se le acumulaba
en el pecho. Una mezcla de tristeza, impotencia y enfado le hervía por dentro.
Su paciencia había señalado el punto rojo. Estaba a punto de explotar.
Decidido a no perder la paz, abandonó el
sitio. Se echó a caminar con el corazón entregado a Dios, pidiéndole paciencia
y fuerza para soportar lo que, para él, resultaba insoportable.
Al pasar delante de una terraza, oyó una
conversación que le llamó la atención. Se hablaba de lo sagrado, del espacio
donde los cristianos se reúnen para adorar.
Silencioso, se sentó en una mesa cercana, pidió un café para disimular y abrió
sus oídos… y su corazón.
Hablaban de la Basílica de Letrán y de la
fiesta que celebran para recordar la primera iglesia que pudo salir de los
muros de las casas tras el Edicto de Milán, cuando Constantino concedió
libertad religiosa en el año 313.
En ese momento, Manuel —un hombre de
hablar pausado, con una Biblia gastada entre las manos— dijo:
—Esta basílica es la madre de todas las
futuras iglesias. Son espacios de congregación y de oración, en los que
conservamos el cuerpo sacramental de Cristo.
Uno de los tertulianos, moviendo la mano
con cierta inquietud, intervino:
—Sin embargo, hoy esos espacios ya no se
respetan. A veces parecen recovas donde la gente viene a lucir sus prendas, a
saludarse y a cumplir tradiciones más que a vivir la fe.
Manuel lo escuchó con serenidad.
—Puede ser —respondió—. Es verdad que se
pierde el respeto. Quizás la fe se ha convertido en rutina, más práctica que
encuentro. Y eso es algo que tenemos que redescubrir los cristianos.
Otro tertuliano, mientras giraba
lentamente su taza, añadió:
—Pero también es cierto que hay momentos
de silencio pleno, de atmósfera de fe, donde se respira la presencia
sacramental del Señor. No todo es desorden.
—Sí, hay de todo —concluyó Manuel—. Jesús
también lo denunció (Jn 2, 13-22) cuando expulsó a los comerciantes del templo.
Hizo una pausa. Miró a los demás y habló
con convicción:
—Pero lo que no podemos perder de vista es
que el verdadero templo seguimos siendo nosotros, los seres humanos: comenzando
por los más olvidados, continuando por la comunidad reunida para orar y
culminando en cada persona, que es sede de la gracia de Dios y lugar de
adoración.
Saúl bajó la mirada y sonrió. Había
encontrado la paz.
No era solo aquel lugar que él frecuentaba
donde sucedían estas cosas. También ocurría en las mismas iglesias.
La cuestión no estaba en los espacios,
sino en las personas: en su educación, sus valores y su conciencia de respeto.
Comprendió, finalmente, que no basta
exigir silencio en un templo: es el corazón el que debe aprender a callar para
escuchar a Dios.
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