Sospechaba que la muerte
no era el final, pero la duda siempre estaba presente. Había momentos en que lo
intuía con gran claridad, pero otros se diluía como algo inviable.
No entendía cómo otros se inclinaban a rechazar esa posibilidad de la otra
vida. Todos queremos ser eternos.
«¿O hay alguien que no?»
—pensó—. «¿Me parece imposible pensar que alguien se conforma con vivir
solamente esta vida?».
Dentro de cada persona
hay una chispa de eternidad. Nadie quiere morir y todos anhelamos vivir
eternamente.
«Eso está escrito en el
centro de nuestro corazón» —pensó.
Cuando llegó a la
terraza, se encontró con varios tertulianos hablando precisamente sobre la
eternidad.
—Buenos días —saludó Antonio—. ¿De qué hablan con tanta vehemencia?
—Fernando piensa —dijo Manuel— que esto de la resurrección tiene sus más
y sus menos. No la niega, pero tampoco está muy convencido. Al parecer, está al
lado de los saduceos.
—¿Qué es lo que dicen los saduceos? —replicó Antonio.
—¡Hombre! —respondió Manuel—, leíamos el pasaje evangélico de Lc 20,
27-40, donde los saduceos quieren confundir a Jesús con una aporía. Niegan la
resurrección y para ello le recuerdan a Jesús la ley de Moisés sobre la
descendencia de alguien que muera sin descendencia.
—¿Qué tiene que ver eso con la resurrección? —intervino Antonio,
frunciendo el ceño.
—Mucho —respondió Manuel—. Tanto que sin la resurrección nuestra fe
sería un absurdo. Por eso, los saduceos ponen a Jesús el problema de un hombre
que deja viuda sin descendencia. La ley dice que su hermano la puede tomar como
esposa para obtener descendencia, y así hasta siete maridos tuvo esa mujer sin
conseguir hijos.
—Sigo sin comprender —dijo Antonio, llevándose las manos a la cabeza.
—La pregunta es sencilla —concluyó Manuel—: cuando llegue la
resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer?
Jesús les saca de su error al decirles:
«Los hijos de este mundo
toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en
aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer
ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de
Dios, siendo hijos de la resurrección».
Todos apreciaron que
esos razonamientos complejos solo conducen al absurdo. Nuestras vidas
pertenecen a Dios desde nuestro nacimiento hasta que extendamos los brazos y
Él, por puro amor, nos rescate del abismo de la muerte.
Antonio se quedó en silencio, mirando a sus compañeros. Sintió que, por
un instante, la duda se apartaba como una nube que deja pasar la luz.
«Quizá —pensó— la eternidad no haya que entenderla, sino confiarla».
Y mientras se sentaba con ellos, comprendió que en aquella terraza ya
comenzaba, de algún modo, la vida que no acaba.
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