| Lc 19, 45-48 |
Aquel lugar donde la gente
más pobre, sin recursos, acudía para aliviar su situación ya no era el mismo. Se
había convertido en un centro especulativo y de explotación. Esquilmaban a todo
el que no se espabilaba y, en lugar de salir asistidos, salían más empobrecidos.
La situación era caótica
y Alejandro estaba decidido a poner fin a esos abusos.
—Esto no es ya un sitio asistencial, sino todo lo contrario —exclamó
Alejandro.
—Estoy de acuerdo —dijo
uno de los que se encontraba en la puerta del centro.
Alejandro, levantando sus manos, animó a la gente que estaba allí
haciendo cola a rebelarse contra esa injusticia que se estaba cometiendo.
Dio un paso adelante y
dijo:
—Es conveniente hacer
algo. Esto es intolerable.
Y, seguido por la gente
que allí se encontraba, se adentró en el centro y lo inhabilitaron. Tomaron las
medicinas, ropas y alimentos y los distribuyeron gratuitamente, conforme a las
necesidades de cada uno.
Avisada la policía, se personó en aquel lugar. Y mirando para Alejandro,
le acusaron de aquel acto de rebeldía.
Se disponían a detenerlo
cuando repentinamente se oyó una voz.
—No es un acto de injusticia, sino todo lo contrario. Este hombre ha
tratado de hacer justicia de la única forma que podía hacerlo —dijo un hombre
de pelo y barba blanca.
Tenía una Biblia en sus manos. Y abriéndola, leyó:
Lc 19, 45-48: En aquel
tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores,
diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”;
pero ustedes la han hecho una “cueva de bandido”».
Los que escuchaban
empezaron a comprender que aquel lugar había sido adulterado. Ya no cumplía la
función a la que había sido destinado.
Muchos, con solo mirarse entre sí, parecían decir: «Este hombre tiene razón». Solo trataba de hacer
justicia.
Y nos preguntamos: ¿Profanamos también nosotros nuestros templos cuando los
convertimos en lugares de encuentro más que de adoración a Dios?
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