| Lc 23, 35-43 |
La calle parecía un
asilo. A un lado y al otro, los excluidos se hacinaban buscando un hueco para
descansar y pasar la noche. Algunos lograban dormir; otros simplemente
descansar. Daba lástima pasear por esos lugares y, también, corrías peligro de
ser asaltado y desvalijado, cuando no gravemente herido.
—¿No hay quien ponga orden en este pueblo? —gritó un transeúnte que pasaba
por allí en ese momento.
—Parece que no —respondió David. Esto sucede a cada momento. No hay orden,
es un caos
—Pero, ¿y la autoridad? —exclamó el transeúnte con la voz alterada. ¡Es
inaudito, esto no se puede tolerar!
—Tiene usted toda la razón —dijo David, pero esto es lo que hay. Ni la
policía se pasa por aquí. Estamos totalmente abandonados.
—Abandonados por los
hombres, pero no por Dios. —sonó una voz que se oía a lo lejos.
Todos miraron alrededor y
vieron salir por la esquina de la derecha a un hombre enigmático, de figura
esbelta, con un sombrero de rabino y espesa barba.
—Lo que ocurre es que
este mundo ha dado la espalda a Dios. Y cuando sucede eso, nacen la insolidaridad,
las desigualdades, explotaciones, miserias y hasta muertes. Lo mismo pasó cuando
desoyeron a Jesús; se perdió el amor y la misericordia.
Se hizo un silencio.
Todos quedaron perplejos, como esperando una explicación.
—Igual que aquel ladrón (Lc 23, 35-43) crucificado a la izquierda del
Señor. Le decía: «¿No eres tú
el Mesías?
Sálvate a ti mismo y a nosotros.
Posiblemente nosotros estamos haciendo lo mismo. No creemos en el amor y
menos en la paz. Actuamos según nos convenga o nos parezca, y así anda todo
mal.
—Pienso como usted
—añadió David. La presencia del Señor soluciona todos estos problemas. Eso es
lo que significamos cuando hablamos del reinado de Dios. El mundo estaría
mejor.
Los allí congregados empezaban
a comprender que ese reino del que Jesús habla es lo que todos deseaban: igualdad, considerados
como hermanos y sin exclusión, justicia, compasión y paz.
Si Jesús reinará
—pensaron muchos—, el mundo sería distinto, por su compasión; por su capacidad
de perdón; por la paz interior que trae; por su servicio desinteresado; por la
entrega de su vida; por su cercanía a los pobres y a los pecadores como
nosotros.
Y, ¿no somos nosotros
los que podemos proclamarlo Rey de nuestras vidas?
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