| Mt 11, 28-30 |
—¡No puedo más! —gritó Benedicto, desesperado.
Al levantar la cabeza y notar que muchos lo miraban,
se ruborizó. Había perdido la ubicación. Observó a su alrededor sin entender
dónde estaba.
—¿Qué le sucede, amigo? —le preguntó Pedro,
acercándose con ternura y compasión.
Benedicto no supo qué decir. Lo miró con susto y con
ojos que suplicaban perdón.
—Supongo que me quedé medio dormido… y salió lo que
llevo dentro.
Manuel, que había escuchado en silencio, intervino:
—No se preocupe. Lo que duerme dentro de nosotros es
bueno sacarlo afuera, sobre todo si nos está haciendo daño. Pruebe a soltarlo…
a liberarse.
Benedicto, agobiado por todo lo que cargaba en su
interior, confió en las palabras de Manuel. Cerró los ojos y dejó que su
corazón se desahogara.
—Tenga paciencia —le dijo Pedro—. La desesperación no resuelve nada.
Benedicto escondió la cabeza entre las rodillas y,
rodeándose con los brazos, gritó:
—¡No puedo más! ¡Estoy al límite de mis fuerzas!
Entonces Manuel, con mirada compasiva, apoyó
suavemente una mano sobre su hombro:
Manuel lo miró con cariño y le dijo:
—En esos momentos, las palabras de Jesús son un
bálsamo. Él nos dice: «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados,
y yo les aliviaré…» (Mt 11, 28-30).
Al escucharlas, Benedicto guardó silencio. Levantó los
ojos al cielo y respiró con calma. Una serenidad nueva comenzó a nacer dentro
de él.
—Siento fortaleza… como un impulso para seguir
luchando con sosiego y alegría. Parece que la esperanza vuelve a mí.
Manuel, al verlo, elevó también la mirada al cielo:
—Vivir acompañados por Jesús aligera el peso, apacigua
el corazón y renueva las fuerzas. Con Él, incluso la carga más pesada encuentra
sentido.
El rostro de Benedicto, aunque aún marcado por su
cruz, reflejaba ahora confianza, esperanza y una renovada determinación para
seguir adelante.
Las palabras
del Señor —«Mi yugo es llevadero y mi carga ligera»— habían sido para él fuente
de descanso y fortaleza.
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