Sucede con mucha
frecuencia que nuestras oraciones se convierten en monólogos más que en
diálogos. Ni escuchamos ni dejamos hablar al Señor. Y eso es así porque nuestra
oración se convierte en una exposición de lo que hacemos y de lo que queremos recibir.
Nos justificamos alegando nuestros éxitos y nuestras buenas obras, y pedimos lo
que a nosotros nos parece mejor y conviene. Posiblemente esa oración no llegue
a oídos de nuestro Padre Dios.
Me confieso de
esos que, quizás porque no nos damos cuenta, oramos de esa forma. Y lo que
intento es tratar de corregirme y darme cuenta de mis debilidades, fracasos y
pecados. Si me confieso pecador debo ser consciente de que lo soy y mi oración
debe convertirse en súplica de misericordia por mis pecados. Y si experimento
algún avance de mejoría, tendré que dar gracias al Espíritu Santo, que me
asiste y me convierte en mejor persona. Eso me da la clave de mi oración:
siempre en actitud de humillación – porque no soy otra cosa – para, por la
Gracia de Dios, ser enaltecido.
Pidamos que nuestra oración sea cada día más sincera, más humilde y más consciente de nuestras necesidades. Tratemos de escuchar al Señor y dejarnos guiar por el Espíritu Santo, pues es Él quien hace todo lo bueno que, a través de nosotros, le permitamos hacer. Reconozcamos nuestras limitaciones y sepamos que nuestra conversión será no por nuestros méritos, sino por la acción del Espíritu en nosotros. Eso sí, dependerá de nuestra libertad y elección, porque nuestro Padre Dios ha querido que seamos libre y decidamos por nosotros mismos. A partir de ahí, todo será obra del Espíritu Santo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Compartir es esforzarnos en conocernos, y conociéndonos podemos querernos un poco más.
Tu comentario se hace importante y necesario.