| Lc 2, 26-38 |
En aquel silencio que
envuelve las primeras luces del día, Pedro meditaba sobre el misterio de María.
Aquella joven, sencilla y humilde, fue la elegida para ser la Madre de Dios.
Sí, un Dios encarnado en naturaleza humana; un Dios que se hace hombre y elige
por madre a María, a la que preserva de pecado y la crea inmaculada.
Y es que no podía ser de
otra manera. ¿Cómo la Madre de Dios puede estar manchada de pecado? ¡Sería
irrazonable y contradictorio! “A la Madre del Redentor, Dios la quiso pura
desde el principio. No por necesidad, sino por la delicadeza de su Amor.
Solo una Madre
Inmaculada puede concebir, por medio del Espíritu Santo, al Redentor y Salvador
del mundo.
—¿Qué opinión tienes tú, Manuel, de este dogma de fe: La Inmaculada Concepción?
—le preguntó Pedro.
—Cómo muy bien dices, es
un dogma de fe. María fue preservada de pecado original por una Gracia singular
de Dios en previsión de los méritos de su Hijo.
Miró para Pedro y otros
que le escuchaban, y dijo:
—Nuestra propia razón lo entiende así. De una madre manchada no puede
salir un hijo limpio. Por tanto, María fue concebida inmaculada desde el
principio. Era la llena de Gracia de donde había de tomar naturaleza humana la
Gracia que venía a salvar al mundo.
—Y así lo creemos. Al
menos yo lo creo —respondió Pedro.
Y todos los que escuchaban
lo corroboraron levantando el brazo.
Por medio de María vino
la Luz al mundo. Dios tomó naturaleza humana, sin perder la Divina, para,
caminando entre nosotros, anunciarnos el infinito Amor y Misericordia de su
Padre. Desde ese momento, María participa de manera singular en la obra de su
Hijo y acompaña, como Madre y Sierva, el camino de la redención.
Y allí, bajo la mirada
de la Inmaculada, todos hicieron la señal de la cruz y rezaron un Ave María,
dejando que la Gracia de Dios descansara en sus corazones.
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