La lógica nos dice
que una lámpara es un artilugio fabricado para dar luz. Sería contradictorio
ponerla debajo de la mesa o esconderla debajo de la cama. Su objetivo para lo
que ha sido fabricada es para alumbrar y dar luz. Luego no utilizarla en ese
sentido sería algo ilógico y contradictorio a lo que se debe hacer.
Su lugar está
pensado para ponerla en el candelero y alumbrar a todos para que vean. Ese símil
fue utilizado por Jesús para enseñarnos y descubrirnos que nosotros somos, desde
la venida del Espíritu Santo en la hora de nuestro bautismo, lámparas cuya luz
debe ser la Luz de la Palabra de Dios.
El Evangelio es un
don que se nos ha dado para compartirlo y es precisamente a eso a los que nos
llama Jesús. Por la fuerza y acción del Espíritu Santo, auxiliados en su
Espíritu somos lámparas que irradiamos la Palabra de Dios. Y a eso estamos
llamados, a ser Luz del Evangelio en nuestros entornos vitales. Luz que expande
la Palabra de Dios reflejándola en su vida. Una palabra que es lo que todo
hombre y mujer espera, desea y busca, felicidad eterna.
Pero esa luz no la podremos dar sin estar conectados a la Luz Absoluta que nos trae y anuncia Jesús, el Hijo de Dios. Y que sólo a través de Él podemos alcanzar, descubrir e injertarnos en ella para irradiarla a todo el mundo.
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