Es evidente que
seguir a Jesús es complicado. Complica nuestra vida tener que arrodillarse y
servir al necesitado, al indefenso, al oprimido y explotado. Primero, esa
actitud exige un lavado serio de suficiencia y prepotencia, y luego un empape
pleno de mansedumbre y humildad. Y eso no es nada fácil ni está al alcance de
nuestras manos. Necesitamos al Espíritu Santo, para eso lo hemos recibido en el
día de nuestro bautismo. Con Él todo será diferente y nuestra fortaleza nos irá
fortaleciendo para ir superando, día a día, las dificultades que nos pone
nuestra soberbia, nuestro orgullo, nuestra prepotencia, nuestra suficiencia…etc.
Nuestra subida a
Jerusalén, nuestra propia Jerusalén, está llena también de dificultades. Quizás
no tantas ni tan duras como las de Jesús, nuestro Señor, pero sí, en proporción
a nuestras limitaciones, lo suficiente duras como para impedirnos seguir
adelante. La receta para terminar nuestra propia subida la sabemos: Jesús los llamó y dijo: «Sabéis que los
jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las
oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera
llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser
el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo
del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como
rescate por muchos». Eso debe bastarnos para dejar claro la característica
de cómo ha de ser nuestra subida: servir
y servir, sobre todo a los más pobres y necesitados. Y si piensas otra cosa y
tu objetivo es otro, debes desistir o dejarlo. Ese no es el Camino, la Verdad o
la Vida.
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