| Jn 1, 1-18 |
Juan
caminaba entre la gente y se sentía atraído por ese clima festivo que lo
envolvía. Sin embargo, se resistía a entregarse. Algo le decía interiormente
que ese no era el modo de celebrar lo que él intuía que todos celebraban.
Se detuvo y
se preguntó:
¿Qué celebran realmente? Porque lo que veo no se corresponde con lo que verdaderamente deberíamos celebrar.
Ante los
ojos de Juan, el mundo, obnubilado por luces de artificio y engañado por guiños
de deseos insaciables, parecía celebrar el poder, la fuerza, el deseo
narcisista y la codicia de bienes, responsables de tanta marginación y tanto
olvido.
Con tristeza
pensó: «No era eso lo que, al menos para él, significaba la Navidad».
Siguió su
camino con el deseo de huir de tanto ruido. Entonces vio un lugar más
tranquilo, donde apenas unas pocas luces alumbraban tenuemente a un pequeño
grupo de personas que se calentaban alrededor de una hoguera.
Silenciosamente,
y con cierta timidez, se acercó. Alguien, al notar su proximidad, levantó el
brazo y le invitó a unirse al grupo.
Juan, movido
por un impulso interior, aceptó la invitación y se incorporó. Todos lo
recibieron con alegría, saludándolo con la paz.
Celebraban la natividad del Niño Jesús, una ventana abierta a la esperanza, especialmente para quienes viven en la oscuridad, para quienes experimentan la soledad o el abandono, para los descartados del mundo.
Si este Niño
que nace en un pesebre tiene futuro —y lo tiene—, entonces hay futuro para
todas las personas que sufren. Si es acogido y amado, habrá acogida y ternura
para todos, incluso para el último de los excluidos.
El corazón
de Juan quedó iluminado.
Esta noche
nos recuerda que no hay nadie que carezca de dignidad humana, nadie que pueda
darse por amortizado.
A todos, en
Jesús, se nos promete acogida, bendición y plenitud.
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