miércoles, 31 de diciembre de 2025

VINO A LOS SUYOS Y NO LE RECIBIERON

Jn 1, 1-18

   Sebastián andaba a oscuras. De repente decidió seguir en tinieblas. Quería experimentar cómo se las manejaba en la oscuridad. Empezó a titubear; sus pasos eran vacilantes, inseguros, sin saber dónde pisaba.

    Se quedó quieto. Había perdido su ubicación.

    Comenzó a comprender que en la tiniebla no hay vida. Solo con luz puedes orientarte y dar sentido a tu vida.

   Estaba perdido, incapaz de dar un paso. Se imaginó como una estatua que, al menor movimiento, podía quedar hecha pedazos.

    Sacó su móvil y alumbró la habitación. El impacto de la luz le emocionó.

    Entonces pensó: «Donde no hay luz, no hay vida».

    Al llegar a la tertulia, compartió su experiencia con varios tertulianos, entre ellos Pedro y Manuel, que llegaban en ese momento.

    —¿Qué tal, Sebastián? —dijo Manuel con cara risueña—. Me alegro de verte.
    —Y yo también —respondió Sebastián.

    Pedro, que se había fijado en la animada conversación que mantenían, preguntó:

    —¿De qué hablaban tan interesados? ¡Vamos, si no es cosa secreta!

    Uno del grupo, mirando a Pedro y a Manuel, comentó:

    —Sebastián nos comenta una experiencia que le ha hecho pensar.
    —¿A qué experiencia te refieres? —dijo Manuel, frunciendo el ceño.
   —He tratado de moverme en la oscuridad y me he dado cuenta de que la luz es necesaria. Sin ella no podemos vivir.
   —Claro —intervino Pedro—, imagínate que no saliese el sol o que no se hubiese descubierto la luz.

  Entonces Manuel, dándose cuenta de que hay una Luz por encima de la luz natural y artificial, tomó la palabra:

  —Es evidente que la luz natural nos hace falta para vivir, y también la artificial para proveernos de muchos aparatos que nos hacen la vida más cómoda, pero…

    Miró a Sebastián y a todos los que le rodeaban, y dijo:

    —El Evangelio de Juan, 1, 1-18, explica muy bien que en Dios está la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

  Observó cómo habían acogido sus palabras y, contemplando sus caras confundidas, continuó:

   —Cristo es la Luz que nos envía el Padre. Él nos alumbra y nos da la vida, pero hace falta que nosotros nos dejemos alumbrar.

    Puso sus ojos en Sebastián y, con cariño y ternura, dijo:

   —Hace falta darle al interruptor o a la linterna para que la claridad nos alumbre. De la misma manera, necesitamos abrir nuestros corazones para que la Luz del Señor entre en nosotros.

    Sus rostros lo expresaban de manera nítida. Habían comprendido que por medio de Dios se hizo todo, y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.

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