| Jn 1, 1-18 |
Se quedó quieto. Había
perdido su ubicación.
Comenzó a comprender que
en la tiniebla no hay vida. Solo con luz puedes orientarte y dar sentido a tu
vida.
Estaba perdido, incapaz
de dar un paso. Se imaginó como una estatua que, al menor movimiento, podía
quedar hecha pedazos.
Sacó su móvil y alumbró
la habitación. El impacto de la luz le emocionó.
Entonces pensó: «Donde
no hay luz, no hay vida».
Al llegar a la tertulia,
compartió su experiencia con varios tertulianos, entre ellos Pedro y Manuel,
que llegaban en ese momento.
Pedro, que se había
fijado en la animada conversación que mantenían, preguntó:
—¿De qué hablaban tan
interesados? ¡Vamos, si no es cosa secreta!
Uno del grupo, mirando a
Pedro y a Manuel, comentó:
Entonces Manuel, dándose
cuenta de que hay una Luz por encima de la luz natural y artificial, tomó la
palabra:
—Es evidente que la luz
natural nos hace falta para vivir, y también la artificial para proveernos de
muchos aparatos que nos hacen la vida más cómoda, pero…
Miró a Sebastián y a
todos los que le rodeaban, y dijo:
—El Evangelio de Juan,
1, 1-18, explica muy bien que en Dios está la vida, y la vida era la luz de los
hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.
Observó cómo habían
acogido sus palabras y, contemplando sus caras confundidas, continuó:
—Cristo es la Luz que
nos envía el Padre. Él nos alumbra y nos da la vida, pero hace falta que
nosotros nos dejemos alumbrar.
Puso sus ojos en
Sebastián y, con cariño y ternura, dijo:
—Hace falta darle al
interruptor o a la linterna para que la claridad nos alumbre. De la misma
manera, necesitamos abrir nuestros corazones para que la Luz del Señor entre en
nosotros.
Sus rostros lo
expresaban de manera nítida. Habían comprendido que por medio de Dios se hizo
todo, y sin Él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
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