Un buen árbol se caracteriza porque no puede dar frutos malos sino todo lo contrario, buenos frutos. De la misma manera, un árbol dañado o herido no puede sino dar frutos dañados o estropeados. Es decir, no buenos sino malos y enfermos. Lo que llamamos vulgarmente frutos podridos.
¿De qué tipo de árbol seré yo? Esa es la pregunta que suscita en mi la lectura de este Evangelio. Y esa es la reflexión que, a la luz del Espíritu Santo debo interiorizar y meditar desde lo más profundo de mi corazón. Señor, te experimento y te tengo tan cerca que temo no estar a la altura de lo que Tú esperas de mí. Me siento pecador e indigno de tanto privilegio y quiero al menos ser árbol que no dé frutos malos sino buenos.
Me experimento pecador, pobre e impotente. Siento no corresponder con las expectativas de ser tu hijo, y menos con las de mis otros hermanos, porque todos los tienes y son tus hijos. Señor, riega mi vida con el agua de tu Amor para que pueda dar esos buenos frutos que Tú esperas de mí. Y en eso pongo todas mis fuerzas, aunque siempre me parezcan pocas.
Confieso que me siento limitado y lejos de corresponder a todo lo que me das, Señor, y sólo quiero estar a tu lado y obedecer según tu Voluntad. Dame, Señor, luz para poder ser árbol bueno y dar buenos frutos.
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