(Mt 9,18-26) |
Si recurrimos al Señor es porque en nuestro interior, en lo más profundo de nuestro corazón confiamos que nos puede conceder nuestra petición. Otra cosa es que Él quiera o no quiera. No somos nadie para exigir ni pedirle que lo haga, simplemente suplicarle. Pero nuestra confianza descansa en que lo puede hacer.
La fe suscita dudas, porque eso es fe, el ponerme en Manos del Señor a pesar de mis tribulaciones y mis vacilaciones. Yo creo, Señor, que Tú puedes curar a mi hija. Eso fue lo que hizo aquel magistrado, se acercó al Señor y le pidió que curase a su hija, porque el creía que si el Señor quería y le imponía sus Manos, su hija se curaba. Y Jesús, nos dice el Evangelio, accedió a curarla.
También, aquella mujer, cansada de buscar soluciones a su flujo de sangre, pensó que si llegaba a tocar el manto del Señor se curaría. Y así sucedió. La pregunta flota en el ambiente: ¿Estamos también nosotros convencidos de que el Señor puede aumentar nuestra fe? Y qué todas nuestras enfermedades, incluso la de nuestras almas, son curadas por el Señor?
Hoy la Palabra de Dios nos plantea esa pregunta y nos anima con los testimonios del magistrado y de la hemorroisa a hacer otro tanto nosotros. Nos descubre el amor del Señor y los deseos de curarnos. El Señor no ha venido a complicarnos la vida, sino a señalarnos el camino para alcanzar la salvación integra de todo nuestro cuerpo y también del alma.
Es verdad que el camino de salvación se estrecha y se hace angosto y duro. La vida se nos complica, porque amar nos exige renunciar, renunciar a nuestros egoísmos y darnos en caridad y amor a los que lo necesitan, sobre todo a los más necesitado. Es posible que, a primera vista, el camino se nos hace duro, pero pronto descubrimos que esa felicidad y gozo que buscamos se esconde en ese amor compartido y que nos parece duro y complicado.
Dios lo puede todo, puede hacer que nosotros, pobres y sencillos hombres, podamos ser luz para que otros vean y alivio para que otros descansen. Dios, si tú quieres y abres tu corazón, puede llenarte de sabiduría, de fortaleza y de amor para, compartiéndolo con los demás, puedas también acercar a la verdadera Vida a muchos otros que están enfermos o muertos.
Dios es el Señor y se ha quedado entre nosotros y nos ha dejado su Espíritu para que en Él podamos encontrar la sabiduría y fortaleza de renacer a la Vida y al hombre nuevo.
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