Todos buscamos lo mejor, y lo mejor será aquello que nos hace feliz. Muchos piensan que es el dinero, porque con él puedes conseguir muchas cosas; otros consideran más importante la salud, otros la belleza, el poder...etc. Cada cual tiene sus deseos y preferencias, pero todos buscan ese tesoro que les dé lo que ellos anhelan y guardan en sus corazones.
Sin embargo, la realidad nos descubre a través del camino que esos tesoros son falibles y que son apariencias o espejismos que pronto desaparecen o nos desencantan. Todos son finitos y tienen sus días contados. ¿Qué nos ocurre entonces? ¿No nos damos cuenta? Posiblemente, muchos siguen buscando cegados por la pasión o el deseo de encontrarlo y ciegos a la realidad. Observamos cada día que todo lo acumulado en este mundo se queda en este mundo y con él desaparece. Nosotros seguimos otro camino.
Sería bueno despertar y quitarnos la venda de los ojos para ver que el verdadero Tesoro no es, ni tampoco corresponde a este mundo. Convendría hacer un esfuerzo y reflexionar sobre donde se esconde la felicidad. Esa felicidad que buscamos y anhelamos. Porque, de encontrarla, seguro que haríamos lo que nos narra el Evangelio de hoy.
De cualquier forma, podemos esforzarnos en descubrir que nos produce verdadera felicidad, porque esa felicidad nacida de la carnalidad y las apetencias son sólo para un rato y no te llenan plenamente. Solo la felicidad que nace del darse gratuitamente y buscando el bien de las personas producen el efecto del gozo y la paz. Y eso se llama amor. Ese es el verdadero Tesoro, amar como nos ama Jesús.
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