Inmediatamente, después de tu bautizo tú te has convertido en templo del Espíritu Santo. Eres, pues, templo del Espíritu Santo y dentro de ti mora el Señor. Las primeras comunidades cristianas se reunían en sus casas y allí celebraban la Palabra y la fracción del Pan. Con el tiempo hubo necesidad de construir templos donde celebrar la Eucaristía y, también con el tiempo, esos templos se han convertidos en lugares de encuentros y habladurías. A veces brilla el silencio por su ausencia y se oye un ruido ensordecedor.
Supongo que sobradas razones tuvo el Señor para expulsar a aquellos mercaderes que habían hecho del templo un lugar de trueque e intercambio. El templo es la casa de Dios y como tal debe ser respetada. Casa de oración, de recogimiento y de reflexión en silencio. Casa donde prima el encuentro con Dios, pues en ella está presente sacramentalmente bajo las especies de pan y vino.
Pero, al margen de todo eso, Dios está dentro de tu corazón, y en donde dos o más se reunen en su nombre. Dios está en todas partes y presente en la vida de cada persona, incluso en aquellos que lo rechazan y le niegan su entrada. Dios está empeñado y comprometido por amor por la salvación de cada persona y persistirá hasta el final y la hora de cada cual. Ese es el amor que también nosotros debemos procurar e insistir con los demás. Jesús es nuestro modelo y el Espíritu Santo nuestro auxilio y nuestra fortaleza.
Jesús, el Señor, está presente en cada paso y vivencia de nuestra vida. Acudimos al templo para encontrarnos con Él de forma sacramental en el Sagrario, pero Él vive dentro de cada uno de nosotros y en cada instante de nuestra vida podemos relacionarnos y hablar con Él.
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