jueves, 20 de agosto de 2015

INVITADOS A LA FIESTA

(Mt 22,1-14)


Nacemos porque Dios lo ha querido. No se nos ha pedido permiso, ni se ha contado con nosotros. Pero, al ser creados libres si se contará con cada uno de nosotros, porque hemos sido invitados y dependerá de cada uno el aceptar o no la invitación. Somos hijos de Dios, pero los únicos que podemos enseñarles los dientes y rechazar su Amor.

Una invitación supone una elección. Una elección que exige discernimiento y también unas condiciones. Cuando eres invitado no puedes asistir de cualquier manera. Hay un protocolo y unas exigencias que cumplir. Nuestra invitación exige un determinado traje de fiesta. Es la fiesta del gozo y la alegría eterna, y se hace necesario revestirnos del traje del amor.

Amar es la condición necesaria e imprescindible, tanto para aceptar la invitación como para ser admitido en la misma. Es el amor el compromiso que nos compromete, valga la redundancia, a despojarnos de todas nuestras apetencias y egoísmos, que nos alejan a los unos de los otros. Es el amor la razón que nos mueve a renunciar a nuestras prioridades materiales y caducas que nos pierden y nos enfrentan a una lucha de muerte. Y prescindir de él sería quedarnos a merced del que le interesa que rechacemos la invitación del banquete. Y revestirnos del traje de la codicia, de la soberbia, del egoísmo y del pecado.

La vida es un banquete. Un banquete que, a los invitados, le proporciona la oportunidad de alcanzar el mayor Tesoro que todos perseguimos: La Vida Eterna y plenitud de gozo. Todos nuestros esfuerzos están, aunque no los descubramos, encaminados a buscar la felicidad. Pero no una felicidad cualquiera, sino una felicidad plena y eterna que colma el gozo total de nuestra felicidad.

Y todos aunque sea reiterativo, estamos invitados, y somos responsables de aceptar o no esa invitación que se nos ha hecho desde el primer instante de nuestra creación. Descubrirla es la tarea más importante de nuestra vida, y la Fiesta más grande también. Y en eso debemos poner todos nuestros esfuerzos, tanto por nuestra parte como por pedir esa Gracia que nos dé la sabiduría de descubrirla.

Por eso, nuestras últimas palabras de esta humilde reflexión irán encaminadas a suplicar al Espíritu Santo la Luz que nos dirija y nos abra el camino y la esperanza de aceptar la invitación de esa invitación y de ir revestido con el traje apropiado. Amén.

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