(Mt 9,1-8) |
Nuestro cuerpo está sometido y sujeto a las leyes terrenales. Estamos contenidos dentro del espacio y el tiempo, y, por tanto, sujeto a sus leyes. El tiempo pasa y deteriora nuestro cuerpo. Estamos, pues, destinados a morir. Morir nuestro cuerpo terrenal, que es corrupto, pero no nuestra alma y nuestro cuerpo glorioso, como el de Jesús, destinado a vivir eternamente.
Meternos en esas profundidades, insuperables para nosotros, es perdernos. Nos basta la Palabra del Señor y su Resurrección. Él es el Camino, la Verdad y la Vida, y todo lo que ha dicho y prometido se cumplirá. Sólo basta Él y su Palabra.
La primera reacción del Señor es salvar a paralítico. Es indudable que lo primero y principal es perdonar sus pecados. Es decir, limpiar su alma para salvarlo. Y así lo hace: «¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados». Es lo importante y lo que todos necesitamos. Alcanzar la Misericordia del Señor para salvarnos. Porque, nuestro cuerpo volverá a enfermar. Curado de esta parálisis, vendrá otra u otra enfermedad que será la definitiva. Lázaro, el íntimo amigo de Jesús fue resucitado por Él, pero tuvo que morir más tarde. Porque, en este mundo todos tenemos que morir y compartir nuestra muerte con Jesús.
Pero no sólo una muerte corporal, sino también una muerte a nuestro egoísmos y ambiciones terrenales. Una muerte de nuestra vida al éxito mundano y a nuestros proyectos y vanidades. Una muerte que nos limpia de nuestros pecados por la Misericordia de Dios. Pecados que sólo Dios tiene poder para perdonarlo y que en el Evangelio de hoy lo deja claro: ¿Qué es más fácil, decir: ‘Tus pecados te son perdonados’, o decir: ‘Levántate y anda’? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados —dice entonces al paralítico—: ‘Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa’». Él se levantó y se fue a su casa.
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