Decimos y creemos
que Dios se hizo hombre. Se encarnó en naturaleza humana y habitó entre
nosotros. Pues bien, así fue y así se ha mostrado al mundo, a este mundo en el
que también vivimos nosotros, sus criaturas.
Y lo ha hecho de
una forma tan natural que, quizás, si no somos capaces de abrir los ojos, no le
vemos. Tan natural que ha crecido en una carpintería, la de su padre. Y tan
natural que, en ese ambiente, lleno de olores y herramientas que trabajan la
madera y la modelan para hacerla útil para nuestra vida, Jesús ha crecido, se
ha relacionado y dado a conocer.
Tan natural ha
sido su integración en este mundo que muchos se han quedado asombrado de su
sabiduría, de su forma de enseñar, con autoridad, y, sobre todo, de sus
milagros. Y eso ha sido así hasta el extremo que, siempre, y hoy, nos sucede también
a muchos de nosotros. ¿Quién es este Jesús? ¿De dónde le viene esa forma de
enseñar, con esa autoridad y sabiduría? ¿Acaso no es ese del que oímos hablar
desde nuestra niñez y del que hemos recibido, por parte de la Iglesia, ¡si
hemos hecho la primera comunión!, catequesis de su Vida y Obras?
Posiblemente
nosotros actuamos de la misma manera. Damos la espalda al Señor, y si creemos
en un Creador, no pensamos que Jesús tenga ninguna relación con ese Creador. No
escuchamos su Palabra ni nos importa su Vida.
La Iglesia, continuadora
de su Buena Noticia de salvación, la utilizamos como una oficina más a donde
acudimos para formalizar socialmente esos sacramentos de bautismo, confirmación
y primera, también la última, comunión. Pero nada más, todo queda ahí. Nuestra
vida continúa según nuestros criterios e ideas. La Palabra de ese Jesús que nos
proclama la Iglesia pasa desapercibida para nuestra vida.
Realmente esa es
la realidad. Poco ha cambiado desde el principio, sin embargo, gracias a Él, el
mundo se sostiene y guarda uno valores de justicia y verdad que hacen posible
la vida en muchas partes. Y en eso está la lucha. Con y en Él, el mundo tiene
sentido. Sin Él, todo es caótico, sin sentido y ruina.
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