(Jn 8,31-42) |
Los linajes causan muchos problemas a las personas, pues dependiendo de su procedencia se dan, unos, más importancia que otros. Y de ahí deducen su superioridad y privilegios. Así se han producido muchas disputas a lo largo de los siglos. El Evangelio de hoy nos presenta a aquellos que se creen superiores o con más derechos que otros por proceder del linaje de Abraham.
La consanguinidad de la sangre frente a la filiación por la fe. Los verdaderos hijos no son tanto respeto a la consanguinidad como a la filiación por la fe. Porque, en definitiva, lo verdadero es responder a la Voluntad del Padre y seguir sus indicaciones y camino haciéndolos vida en ti. «Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres».
Queremos pasar por nuestro corazón lo que nuestra razón deduce. Al parecer Jesús no significa mucho. Pesa más nuestro origen de sangre y nuestros criterios. Nos formamos la idea de un Dios de acuerdo con nuestra forma de pensar; un Dios Padre que nos viene dado por Abraham. Y es ahí donde se encuentra nuestro error. Jesús es la plenitud, el Rostro del Padre, la Palabra que nos revela y no descubre al Padre y nos enseña como es y cuanto nos quiere.
No se puede llegar a Dios sin pasar y creer en Jesús. Sin Él no podemos alcanzar la promesa de Abraham. Ese es el gran problema del pueblo judío, el rechazo de Jesús, y la categorías que nos damos creyéndonos mejores los unos de otros según nuestra procedencia, nuestros estudios, nuestras riquezas...etc. ¿Es qué no nos damos cuenta que todos somos hijos de Dios? ¿Y qué los hijos no tienen diferencias para el Padre? ¿Y que todos somos amados con la misma locura de Amor, por la que, el Padre, entregó a su Hijo a una muerte de Cruz?
Pidamos al Señor que el Espíritu Santo nos ilumine y nos dé la sabiduría de entender nuestra condición humilde de siervos todos de nuestro Padre Dios. Que nos quiere y nos salva.
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