domingo, 16 de septiembre de 2018

JESÚS, EL QUE HABÍA DE VENIR, EL ENVIADO POR EL PADRE

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Mc 8,27-35
Jesús era diferente, sorprendente, distinto a todo lo conocido. Su Palabra desprendía seguridad, autoridad y conocimiento. Exponía todo como si lo hubiese conocido y vivido. Recogía lo mejor de todo lo acontecido en la historia del pueblo de Israel, desde Abraham, Moisés, Elías, Juan el Bautista y todos los grandes profetas, y todo lo exponía con gran autoridad y claridad. Todos estaban sorprendidos y no sabían ni quien era ni qué decir.

Lo confundían y relacionaban con todos los personajes que habían de venir y su identidad era un misterio. En este contexto, Jesús pregunta a sus más íntimos sobre su identidad y, Pedro, lanzado siempre a responder manifiesta que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios que había de venir al mundo. La asistencia del Espíritu Santo se ve claramente manifiesta. Asistencia que también tenemos nosotros recibida en nuestro Bautismo.

Pero, igual que sus discípulos, también muchos de nosotros estamos equivocados. Pensamos que encontrarnos con Jesús es solucionar nuestros problemas en este mundo y asegurarnos de que no nos pase nada malo. Muchos acudimos y le buscamos para remediar y solucionar los problemas de nuestra vida. Pedro no pensaba en un Jesús paciente y condenado a morir en la Cruz. Igual nos sucede a nosotros, pensamos que con Jesús desaparecerán nuestros padecimientos y dolores. Y nada de eso.

Jesús es nuestra salvación, claro está, pero eso no nos exime ni excluye de padecer por nuestros pecados hasta morir y compartir nuestra muerte con Él. Él, sin pecado, tuvo que cargar con los nuestros y padecer, entregando voluntatiamente su Vida, en una muerte de Cruz. Ahora nosotros confiados en su Palabra y su Promesa de Resurrección tendremos que asumir los padecimientos de nuestra propia vida y el esfuerzo por solidarizarnos con los que sufren.

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