Mc 6,45-52 |
Somos tan pequeños que no llegamos a alcanzar la grandeza y el poder de Dios. Está por encima de nosotros, pero, a pesar de saberlo no parece que nos demos cuenta y queramos comprender su grandeza y su poder. ¿No nos damos cuenta que nuestra mente es corta y limitada y no tenemos suficiente capacidad para entender el misterio de Dios? Nos será imposible entenderle y no nos queda otro remedio sino confiar y creer en Él.
Lo de la multiplicación de los panes les había dejado fuera de combate. No llegaban a entender como cinco panes y dos peces podías bastar para saciar el hambre de aproximadamente cinco mil personas. Y ahora se nos aparece caminando por las aguas y amainando el viento. ¿Qué sucede aquí? ¿Quién es este a quien hasta las aguas y el viento obedecen? Desde luego, la situación no es menos que para volverse loco. Nuestra pequeñez no puede entender estas cosas, pero nuestra soberbia y suficiencia no se achica y pretende darle explicación a las actuaciones del Señor.
Y más cuando todo eso nos propone un cambio en nuestra manera de actuar y entender la vida. Ese giro, de la evidencia del proceder de Jesús, nos invita a dar un giro de trescientas sesenta grados en nuestra manera de entender y de vivir nuestra vida. Y sus Palabras nos marcan un camino concreto que nos llevan al amor incondicional con todos los hombres. Un amor dispuesto a perdonar, a auxiliar y a proponer también el mismo giro de conversión de sus corazones.
La exigencia de postrar nuestros corazones al de Jesús, el Hijo de Dios, se hace visible y necesaria. La oración, buscando espacios de silencio y de discernimiento, nos exige humillarnos delante del Señor y de abrirnos a su Palabra y a su Misterio disponiéndonos a dejar en sus Manos nuestros corazones para que el Espíritu de Dios los convierta y los transforme según su Misericordia y Amor.
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