Mt 6,1-6.16-18 |
Somos pecadores. Nuestra naturaleza está condicionada por el pecado. Sería absurdo y disparatado negar nuestra condición pecadora. Reconocer que somos miembros – pecadores – de una Iglesia santa. Santa porque recibe esa santidad de su fundador, nuestro Señor Jesús. Y de la que nosotros esperamos, por la Gracia y el auxilio del Espíritu Santo – recibido en nuestro bautizo – ir creciendo en esa santidad, objetivo de nuestra meta: Ser perfecto – Mt 5, 48 – como vuestro Padre celestial es perfecto.
Precisamente, la Cuaresma es un tiempo intenso de preparación que nos ayuda a esforzarnos en vivir la Pasión y muerte de nuestro Señor Jesús. Es un tiempo de silencio, oración, ayuno y limosna que puede ayudarnos a sintonizar y concienciarnos con el camino que recorrió Jesús. Un tiempo de esfuerzo en convertirnos y aumentar nuestra fe en el Evangelio. Un tiempo para esforzarnos en transformar nuestro corazón impuro y contaminado por el pecado en un corazón más puro en olor de santidad por la Gracia del Espíritu Santo.
Ese es, precisamente, el camino cuaresmal. El esfuerzo de aumentar nuestra fe y creer en el Evangelio. El esfuerzo de privarnos de lo que nos acomoda e instala y nos separa del camino que Jesús nos propone, el amor y la solidaridad con los que sufren y carecen de lo elemental para vivir dignamente. La Cuaresma es un tiempo de reflexión y de silencio interior que nos ayude a interiorizar y descubrir nuestros apegos y apetencias que, más que librarnos, nos esclavizan y someten. Es un tiempo para tratar, injertados en el mismo Espíritu que acompaño a Jesús al desierto, interiorizar en nuestra fe y conversión.
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