Lc 10,25-37 |
Aquel
sacerdote, igual que el levita, dejaron muy claro que su amor no era pleno sino
de circunstancias y según intereses y conveniencias. Y eso, aunque no sea visto
por los hombres, si lo ve Dios. La parábola del buen samaritano es una muy
buena lección y descubre, de forma nítida, el corazón que es compasivo y
misericordioso. Si bien, es verdad que las oraciones y peticiones que le
acompaña le ayudan a crecer tanto en compasión como en misericordia.
Sin
embargo, somos consciente que no solo basta orar y sostener un ritmo de piedad
rutinario y perseverante, sino abrir nuestro corazón para que, lleno de la
Gracia de Dios, amar hasta el extremo de ser compasivo y misericordioso como
aquel samaritano.
―Es
evidente, sin lugar a duda ―dijo Pedro. Tu relación con Dios debe apoyarse en
tu relación con el prójimo de forma compasiva y misericordiosa.
―No
solo tu amor es una hipocresía ―respondió Manuel― escondida en la mentira y
apariencia si no se concreta en hechos que descubran y testimonien tu buena
intención.
―Es
verdad, el amor se nota cuando es verdadero.
―La
parábola lo deja bien claro ―agregó Manuel. Fue precisamente el samaritano quien
tuvo un corazón compasivo y misericordioso.
Estaba claro. La lección y enseñanza que daba Jesús con esta parábola dejaba meridianamente claro quien era nuestro prójimo. Y, precisamente, fue un samaritano, quienes no gozaban de buena relación con los judíos, el que dio su tiempo y dinero para socorrer a aquel hombre – supuestamente judío – que, fuese quien fuese necesitaba ayuda. Una ayuda que se prolonga también en el posadero que continúa su servicio y asistencia a aquel necesitado. Y también, la enseñanza del necesitado, que una vez, asistido y ayudado, debe emprender su camino.
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