En 1P, 2 9 leemos:
Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para
posesión de Dios, a fin de que anunciéis las virtudes de aquel que
os llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Y es que a partir
de nuestro bautizo quedamos configurados como sacerdotes por la acción del
Espíritu. Un sacerdocio que nos capacita como pueblo de Dios y de misericordia.
Un sacerdocio para dar testimonio de nuestra fe y manifestar que Jesús es el
Hijo de Dios muerto y Resucitado.
De manera que tras
nuestro bautismo estamos comprometidos a dar testimonio de nuestra fe en el
círculo y ambiente que nos desenvolvamos: familia, trabajo, sociedad, ocio…etc.
Pero eso nos exigirá ser perseverantes en la oración y en la actitud de estar
abiertos a la escucha y a la Palabra que a través del Espíritu Santo llega a
nuestro corazón. Un corazón que necesita estar despierto, atento, libre y
activo.
Porque el mundo, demonio
y carne nos invitarán a permanecer pasivos, dormidos, sumisos y despistados o
entretenidos en los placeres, seducciones y ofertas que este mundo, demonio y
carne nos presentan. Y no nos será fácil vencerlos si nos enfrentamos solos con
nuestras fuerzas. Necesitamos requerir una constante y perseverante oración, reconciliación
– sacramento – y comunión – Eucaristía – para fortalecernos y estar alimentados
espiritualmente para salir victorioso de tantas tentaciones y debilidades que
nos acechan en nuestro camino.
Pidamos estar despiertos y atentos a la acción del Espíritu que nos habla, mueve y actúa en nosotros para, fortalecidos en Él vivir en la Voluntad de Dios Padre.
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