Casi sin darme
cuenta caigo en la cuenta, valga la redundancia, de que la vida, mi propia vida,
está dando los últimos pasos. Soy consciente de que mi camino se me ha hecho
corto. Recuerdo cuando observaba la vejez de mi madre y experimentaba cierta
pena por sus limitaciones. Ahora lo estoy experimentando en mí mismo.
Hay momentos que
la nostalgia se apodera de mí. Experimento sensaciones de que estoy en otro
mundo. Todo a mi derredor está cambiando y pocas cosas quedan de lo vivido en
mi camino. Incluso muchos de mis amigos, compañeros y gente de mi tiempo ya no
están. Experimento la sensación de que estoy solo y de que me muevo por un
mundo al que ya no pertenezco o no es de mi tiempo.
En esas conjeturas
se establece mi lucha de cada día. Sin embargo, descanso y me lleno de
esperanza porque creo plenamente en mi Dios, Padre, en mi Señor, el Hijo, y en
el Espíritu Santo que me acompaña, me fortalece, me ilumina y me da sabiduría para
aceptar y entender todo esto que bulle dentro de mí. Incluso hay momentos que
no temo a la muerte. Es más la deseo, cuando el Señor disponga, como el momento
más glorioso de mi vida. Es la cita con mi Dios Padre y, por su Infinita
Misericordia, la llegada a un mundo hermoso, placido, de paz y felicidad. No me
lo puedo imaginar pero confío en la Palabra de mi Señor. Me ha dicho que ha ido
a prepararme una morada. ¡Dios mío, cómo será esa morada preparada por el
Señor!
Lo único verdaderamente importante que me preocupa ahora es dar frutos. No secarme como esa higuera por esperar a la época o tiempo de los frutos. Se trata de darlos ahora, aunque mi mundo actual esté lejos del mundo que a mi me gustaría. Todavía, por la Gracia de Dios, y con la asistencia de su Espíritu, mi vida puede y debe dar frutos. Al menos esforzarme en labrar esa huerta que vive y late dentro de mi corazón. Y es que no soy yo, sino el Espíritu de Dios que vive en mí. Él hará que mis frutos sean buenos frutos.
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