Somos de vasijas
de barro. Seres humanos frágiles, débiles y sometidos a sus propias pasiones.
Personas fáciles de ser dirigidas por sus propias apetencias, sentimientos y
deseos de todo tipo: ambiciones, envidias, odios, venganzas, concupiscencias,
poderes, riquezas, suficiencias, narcisismo…etc. Personas fáciles de seducir y
de esclavizar y muy limitadas.
En este contexto,
propio de nuestro origen contaminados por el pecado, nuestra ambición nos lleva
a quedarnos en la superficie y a no entender el mensaje que Jesús nos da, nos
ofrece y nos enseña. Nuestro corazón está en otra dimensión, más terrenal y
material. Los Zebedeos, incluso su madre, no comprenden nada de lo que Jesús
les dice. Tampoco los apóstoles ni nosotros. Nuestra naturaleza humana está en
otra dimensión y solo el Espíritu Santo puede transformarnos y abrir nuestro
corazón a la realidad espiritual de la que también estamos formados y a la que
también estamos llamados.
Somos cuerpos y alma
y necesitamos al Espíritu Santo, que para eso ha bajado en la hora de nuestro
bautizo, para comprender el verdadero mensaje de la Buena Noticia. Sin Espíritu
no podremos asumir que nuestra misión es cambiar nuestra propia actitud de
servirnos en servir. Hemos sido creados a imagen del nuestro Padre Dios, que
precisamente es amor. Y amar es nuestra vocación espiritual, una amor que se
concreta y materializa en servicio.
Son las últimas Palabras que Jesús pronuncia en este pasaje evangélico: (Mt 20,20-28): … el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».
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