Posiblemente
estemos ciegos y no veamos los milagros que se producen cada día. El amor se
manifiesta a cada instante en este mundo aunque, aparentemente, aparezca
escondido o no tan visible como realmente lo está. ¿Es que no es amor el
respeto, la atención al enfermo, el saludo, el servicio y el procurarnos el bien
unos a otros? ¿Y no pasa eso a cada instante en muchas partes de este mundo,
sobre todo en las familias, que a su vez conforman los pueblos?
Un saludo, una
sonrisa, un desear buenos días y que todo vaya bien, son chispas de amor que pululan
y brillan a cada momento en los ambientes de este mundo. Es verdad y es
evidente que también junto a estos deseos de amor – buenas semillas – también crecen
la cizaña, tal y como decíamos ayer, y con la que hay que convivir sin
desesperar y con la esperanza de que permanezca firme y productiva la buena
semilla.
Si observamos
cuidadosamente y con verdadera atención, la presencia de Dios se hace notable y
visible a nuestra percepción espiritual. Nuestro corazón vive y goza de
sobresalto en sobresalto experimentando la presencia del Espíritu de Dios en
cada instante de nuestra vida y en todo lo que nos concierne y se relaciona con
nosotros.
Una mirada tierna, misericordiosa y comprensiva desde nuestra familia; un servicio que busca nuestro confort, nuestro bien y se preocupa de nosotros; unos gestos de amor incondicional de muchos que nos rodean nos hablan de la presencia de Dios en nuestras vidas. ¿No son esos verdaderos milagros que, aunque aparentemente insignificante son de inestimable valor?
Quizás cuando aparece la cizaña y
se ausenta el bien notamos poderosamente el valor y la necesidad del amor y es
entonces cuando echamos de menos, apreciamos y descubrimos la presencia de Dios
entre nosotros. Es entonces cuando sí advertimos que Dios está plenamente
actuando en nuestras vidas y que está presente en nuestro camino. Realmente
aquí, entre nosotros, hay uno más importante que todos los signos que quieran
ver. Su muerte y Resurrección es el Signo por excelencia.
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