Es la pregunta del
millón: ¿Tenemos fe? O, ¿nos falta fe? Sé que Jesús ha Resucitado; sé también de
sus milagros y misericordia infinita y, a pesar de eso, mi fe fe es frágil y
débil. Es cierto que la duda siempre está presente, cabalga con nosotros, pero,
también es cierto que todo lo que me rodea – creación – desde lo más profundo
de mi corazón habla y manifiesta la existencia de Dios. Experimento, quieras o
no, que dentro de mi corazón palpita la vida, una vida a la que estamos
llamados eternamente.
Tomás, del que
habla el Evangelio de hoy lunes, experimentó un encuentro profundo cara a cara
con el Señor. Un encuentro de los que dejan huella, nada indiferente y abren el
corazón a un compromiso de reconocerle como verdadero Hijo de Dios. Su
respuesta: «Señor y Dios míos»
no deja lugar a duda.
¿A quién no le
gustaría tener ese tipo de encuentro con Jesús? Nos preguntamos, ¿por qué no a
nosotros? Es indudable que para nosotros es un misterio pero para Dios no.
Posiblemente la basa que nos queda es llenarnos de paciencia y esperar que
Jesús, el Señor, nos la dé gratuitamente tal y como Él la ofrece: gratuitamente
y sin condiciones.
La cuestión es la
insistencia, la perseverancia. Pedirla y pedirla sin desesperar. Porque, un
Padre como el Señor, que nos ha creado para hacernos felices eternamente lo más
que desea es darnos esa felicidad a la que nos llama eternamente. Pero, no
quiere que sea impuesta sino aceptada, descubierta y querida. Tomás es un buen
ejemplo y testimonio. La buscaba y se dejó encontrar por el Señor. Eso nos
puede ayudar también a nosotros. Nos preguntamos: ¿Busco yo al Señor? ¿Y me
dejo encontrar por Él o lo rehúyo?
Sería cuestión de reflexionar y hacernos esas preguntas con el compromiso de darle una buena respuesta. Una respuesta cuya consecuencia sea eso que realmente buscamos, la felicidad eterna.
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