En el dolor
encontramos el verdadero sentido de nuestra vida. Porque, el dolor nos enseña a
aceptarnos, a aceptar al otro y a descubrir que amar es darnos
incondicionalmente. Y esa clase de amor sin dolor no existe. Observemos el amor
de los padre hacia sus hijos, ¿no es como estamos diciendo? Amar es abrazar la
cruz. Una cruz que, siguiendo nuestra razón, nos cuesta entender. Pero esa es
la Cruz que eligió Jesús, nuestro Señor. Y cuando nos proponemos seguirle tendremos
que coger esa cruz, las que nos toca a nosotros, cargarla sobre nuestros hombros
y seguirle.
Por tanto, poner
otra preferencia o amor ante que la Cruz, es decir, ante que el Señor, es
apartarlo a un segundo plano, dejarlo a un lado y mostrarnos con cierta
indiferencia ante Él. Solo un amor incondicional y dispuesto a entregarse
plenamente tal y como Jesús lo ha hecho es el amor que abre los brazos al mundo
sin condiciones y sin esconderse. Y menos huir del conflicto que le propone
abrazar la cruz.
Es evidente que si
pasamos esta clase de amor propuesto nuestra razón se paraliza, se pregunta
cómo y no entiende nada. Abrazar la cruz no es una buena opción desde la óptica
de nuestra razón. Nuestra naturaleza humana herida por el pecado experimenta
debilidad ante las seducciones del mundo, demonio y carne. Y se siente perdido.
Asumir la condición del otro es asumir, sin red de seguridad, las dificultades,
la forma de pensar y actuar del otro. Otro diferente en raza, cultura y
pensamiento.
Es indudable que ante este propuesta, la cruz es lo que se nos pone delante. Abrazarla es el reto. Un reto que solo desde una íntima relación con el Espíritu Santo no se puede superar ni vencer. Ese ha sido el secreto de todos aquellos – santos – que lo han conseguido y nos han dejado su correcto testimonio. Y es que sin cruz no hay amor. Y sin amor no hay gloria.
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