Dice el Evangelio
que Jesús se quedó admirado de la fe de aquel centurión. Una persona que no es
judío y, en consecuencia, pagano. Pero su fe le delata como gran creyente. Su
corazón arde de fe en Jesús hasta el punto de no considerarse digno de permitir
que entre en su casa por su condición de pagano y le propone que simplemente
con su Palabra su criado quedará sano.
¿Hay fe más
grande? Miramos para nosotros y nos preguntamos: ¿Qué medida tiene nuestra fe?
Indudablemente, la fe es un don de Dios y no es cosa de que podamos adquirirla de
alguna forma estratégica o metódica. Simplemente, fiarnos como nos fiamos de
nuestros padres, de nuestros abuelos e incluso de nuestros amigos y maestro.
Fiarse de Dios es
mucho más fácil y lógico. Él nos ha declarado su amor incondicional, nos ha
enviado a su Hijo, como garantía de nuestra salvación, y por su mérito nos ha
rescatado nuestra dignidad de hijos y herederos de su Gloria. Gloria Eterna a
la que hemos sido invitados y para lo que hemos sido creados. Desaprovecharlo
sería el disparate más grande que podamos cometer. Y muchos lo están
cometiendo.
Aquel centurión tuvo
un gran amor a su criado. Se preocupó de él, en un momento de la historia del
mundo, cuando su vida no valía nada y más estando paralítico, sufriendo y en un
estado de inutilidad plena. Hoy nuestra sociedad nos propone la eutanasia. ¿Qué
pensamos nosotros? ¿Y qué hacemos? ¿Dónde está nuestra fe? ¿A quién damos
nuestro voto? Quizás sean preguntas a las que debemos dar una respuesta desde
nuestra fe.
Posiblemente, esa actitud y preocupación por su criado le lleno su corazón de fe y le movió a ir al encuentro de Jesús. Porque la fe nace en nuestro corazón desde el momento que reconocemos al Señor como nuestro Dios y Padre. Él nos la da para que, fiados de su Palabra, podamos comprometernos firmemente en seguirle y creerle.
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