La experiencia nos
descubre que solo ante el peligro nuestro corazón se vuelve pequeño, niño, miedoso
y recurre en busca de su padre. En estos casos cuando la vida corre peligro y
nadie puede ayudarnos, la presencia y petición desesperante a nuestro Padre
Dios, quien lo puede todo, se hace suplicante e inmediata. Solo en la humildad
y reconocimiento de nuestra pequeñez y pobreza podemos descubrir y encontrar a
nuestro Padre Dios.
Es evidente que
cuando me van las cosas bien no me acuerdo de quienes me ayudaron o incluso
llego a pensar que ya no los necesito. Sí, puedo recompensarlos o devolverle la
ayuda, pero me siento fuerte y poderoso. Descubrir a Dios desde esa situación y
perspectiva resulta muy difícil. Entre otras cosas porque Dios no se encuentra
ahí. Dios no habita en la suficiencia ni en el poder. Lo ha dicho muy
claramente: He venido a salvar a los pobres y pecadores.
Reconocerse pobre
y pecador exige mucha humildad. Sobre todo en aquellos que son ricos, privilegiados
e influyentes. Solo cuando experimentamos esa pobreza e importancia por
nuestros pecados podemos situarnos en percibir que Dios está a nuestro lado y
que su Misericordia es Infinita. Y que nos tiende su Mano para levantarnos,
seguir el camino y llenarnos de esperanza.
Posiblemente
necesitemos situaciones como en la que se encontraron aquellos discípulos en la
barca. Posiblemente necesitemos experiencias de vernos con el agua al cuello
para que, desde lo más profundo de nuestro corazón, arranque un alarido de perdón,
de grito humilde solicitando humildemente misericordia y salvación. Por eso,
más que preguntarnos el ¿por qué?, mejor interiorizar el ¿para qué? Porque todo
lo que nos pueda acontecer y suceder será para bien si somos capaces de darnos
cuenta de que toda nuestra vida está en las manos de nuestro Padre Dios. Y que
solo Él nos puede salvar. De manera que junto a Él nuestros miedos deben de
desaparecer.
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