No cabe otra expresión
que la de bienaventurado/a a quienes creen en la Palabra del Señor. Y es que la
fe da esperanza y quien espera se mantiene firme en el esfuerzo de amar y de
darse. Porque, ¿conoces otra manera de esperar?
No espera quien
permanece con los brazos cruzados ni tampoco su fe es cierta. Por lo tanto, no
comparte ni se da. María ciertamente esperaba la llegada de ese Mesías
prometido y anunciado por los Profetas y tanta era su espera y su fe que fue la
elegida para ser la Madre del Mesías prometido.
Y acogida y
aceptada su maternidad divina, María se levantó y se puso en camino de prisa
hacia la montaña, a una ciudad de Judá. Su fe se manifestaba en esa visita de
gozo a su prima Isabel tal y como el Ángel Gabriel le había anunciado. Y
sucedió lo que realmente tenía que suceder: Al entrar en casa de Zacarías y
saludar, al oírlo Isabel saltó la criatura en su vientre. Se llenó de Espíritu
Santo y y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú eres
entre todas las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para
que me visite la Madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llego a mis
oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha
creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá».
La fe de esas dos mujeres sobresalen en el encuentro de esta visita. Por un lado María, ofrecida y confiada como la esclava del Señor. Por otro lado Isabel, iluminada por el Espíritu proclama la certeza de que esa Palabra se cumplirá. Ahora, ¿no es esto una prueba del poder de Dios? ¿No es este encuentro un milagro del Espíritu Santo que pone en conocimiento de Isabel de que quien la vista es la elegida para ser Madre de Dios? ¿Acaso estamos ciegos para no ver esta maravilla de encuentro donde está realmente presente el Señor?
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