Esa es la cruz –
el amor – con la que tenemos que cargar aquellos que queremos seguir a Jesús de
Nazaret. Una cruz demasiado pesada para nuestros hombros, pero posible cargarla
si nos dejamos ayudar por el Espíritu Santo. Ese Espíritu que ha venido a
nosotros en la hora de nuestro bautismo.
Amar no resulta difícil
cuando se trata de amar a tu esposa, hijos, hermanos, familiares, amigos…etc.
Normalmente eso lo hacen todas las personas de bien. Será extraño y anormal
comportarse de otra manera. Y esa forma de amar no distingue a nadie de nadie,
valga la redundancia.
Sin embargo,
cuando se trata de amar a quien no se porta bien contigo; a quien incluso llega
a odiarte y hacerte mal; a quien quiere estar por encima de ti, superarte y
someterte; a quien trata de engañarte, e incluso está dispuesto a perseguirte
hasta el punto de herirte o matarte. Cuando, digo, se trata de amar a esos
otros, la cosa se pone más difícil. Incluso diría, imposible.
No estamos hecho
para esa clase de amor por nuestra cuenta. Ni tampoco por nuestra naturaleza.
Necesitamos inevitablemente la Gracia de Dios para poder superar todas esas
barreras y dificultades que el mundo, y nuestra propia naturaleza nos pone. Y,
precisamente, para eso ha venido el Espíritu Santo en el día de nuestro
bautismo. Con Él si podemos superar todos esos contratiempos y amar como nos
ama nuestro Padre Dios y nos enseñó con su Vida y Obras nuestro Señor Jesús, el
Hijo de Dios Vivo.
Por tanto, sepamos que solos, no haremos nada ni podremos amar a nuestros enemigos. Sepamos que tenemos que estar unidos a nuestro Señor, y dejarnos invadir por la acción del Espíritu Santo, que nos auxiliará, nos iluminará y nos fortalecerá para amar por encima de nuestros egoísmos y razones; para amar con un amor misericordioso como nos Ama nuestro Padre Dios. Sólo así, unidos e injertados en Xto. Jesús, podemos amar como Él nos ama.
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