Misericordia
quiero, y no sacrificios – Mt 9,13 – dice el Señor. Y, precisamente, de eso se
trata. Ahora, es verdad y necesario que primero está nuestro encuentro y
contacto con Dios, para luego tener la fortaleza y la compasión de ser
misericordiosos.
La realidad es que
nos cuesta ser compasivos. En realidad lo somos porque en nuestros corazones
está plantada la semilla del amor misericordioso y compasivo. Recordemos que
hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Por tanto, algo de Él
tendremos, y lo característico de Dios es el Amor y la Misericordia. Dios,
nuestro Padre, es infinitamente misericordioso y compasivo.
Sin embargo,
nuestro corazón contiene también cizaña – malas hierbas – causadas por el
pecado, y eso nos inclina al mal. Somos egoístas, vengativos, y ambiciosos. Y
nos cuesta mucho dar y darnos. Siempre buscamos recompensas y recibir algo a
cambio que recompense nuestro esfuerzo y el darnos. Y eso nos lleva a poner
límites a nuestras acciones. Es evidente que necesitamos la oración, el
contacto con el Señor, nuestro Dios, para, como Jesús, el Hijo de Dios, actuar
como Él nos ha enseñado con su Vida y Palabra.
Nuestros corazones deben ser dados a la misericordia y compasión como la de aquel samaritano. Dispuestos a darnos gratuitamente por hacer el bien, por importarnos lo que otros sufren y por ayudar en lo posible al necesitado. Pero, ¡cuidado!, como dijo Pablo, cuidado con aquellos que astutamente buscan vivir de las apariencias y engaños (Tesalonicenses 3, 10-11).
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