Desde el momento
que nos consideramos autosuficiente y que no necesitamos del otro u otra. Y de
que yo mismo me basto, estoy en dinámica individualista y egoísta, y pecando
contra mi mismo. Porque, primero, soy un ser en relación, necesitado de los
demás y nacido y criado en una familia. Nadie nace solo, ni se cría solo.
Necesita de una familia que lo ha traído a este mundo y tiene el deber de
cuidarlo, protegerlo y ayudarle en su desarrollo como persona.
De ahí la
importancia del matrimonio, de su unidad y de, en consecuencia, la familia.
Cuna donde se aprende a amar y a perdonar; a compartir y a sacrificarse; en una
palabra: a darse y recibir gratuitamente. La separación, la ruptura, la
confrontación y, en consecuencia, el divorcio tendrá y traerá consecuencias que
dificultarán e interrumpirán el desarrollo correcto de la familia y sus hijos.
Por otro lado, el
amor es eterno. Cuando hay amor la unidad, la misericordia y, por su puesto, la
perseverancia están aseguradas, Porque, el amor, si es verdadero amor, nunca se
acaba. Siempre perdura. Es eterno. Por eso, simplemente por eso, nuestro Padre
Dios nos ama siempre, aunque no tengamos ni mantengamos ese corazón de niño que
experimenta y siente la necesidad de unos padres y, sobre todo, de un Padre
Dios bueno e infinitamente misericordioso.
Y es que el Amor
de Dios es un Amor comprometido hasta el punto de que durante toda nuestra vida
estará pendiente de darnos su Infinita Misericordia. Simplemente para nuestra
suerte, porque se ha comprometido libremente – y nunca lo podremos entender
porque no necesita de nosotros – a amarnos.
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