Mc 1,29-39 |
La vida presenta muchos obstáculos. Hay temporadas en las que todo marcha viento en popa, pero, quizás cuando menos lo espera todo se vuelve al revés y nos encontramos envueltos en dificultades o enfermedades. Y todo se viene abajo. Y sabemos que eso pasará y volverá a pasar. El camino por este mundo está envuelto en dificultades que no terminarán hasta el final.
Pero, ¿y cuál es el final? ¿Merece la pena vivir con esa amenaza y sin esperanza? ¿Tiene sentido este camino de rosas y también de espinas para terminar sin esperanza y en la muerte? Supongo que algo habrá que pensar y buscar, porque dentro de nuestro corazón hay un latido de esperanza, de gozo y de resurrección. Y si lo hay es porque Alguien lo ha puesto ahí. Por lo tanto, merece la pena buscar a ese Alguien para que nos saque de esa angustia e inquietud y nos dé descanso.
El Evangelio de hoy nos habla de eso, de un día normal de Jesús. Enseña y predica en la sinagoga y luego se reúne con sus familiares, aquellos que creen en su Palabra, y les atiende curándoles, como hace con la suegra de Pedro y con toda la ciudad que se agolpa a su puerta. Jesús ha venido para enseñarnos el camino hacia la Casa del Padre y para aliviarnos su recorrido.
Sin embargo, entre todos los que le buscan priman más las curaciones y los milagros que la Palabra que anuncia la buena Noticia. Es más atractivo el curar y los milagros que el mensaje. Pero, sin duda, las curaciones pasan, y también los milagros. Tendremos que volver a enfermar al final de nuestro camino. Sin embargo, la Palabra queda, esa no pasa. Y la Palabra trae la fe. Fe que nos dará la única y verdadera salvación.
Porque, la Palabra da sentido a nuestra vida y la llena de esperanza. Es posible que tengamos que soportar contratiempos y enfermedades, pero todo eso se supera con la esperanza de que es ahí donde empieza la verdadera vida. Porque cuando termina aquí empieza la verdadera, la que nunca termina y está llena de gozo y alegría eterna.
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