(Lc 2,41-51 |
Uno empieza a darse cuenta del sufrimiento y del dolor cuando adquiere el rol de padre o de madre, y empieza a comprender a sus propios padres. Sobre todo a la madre, la que por su papel de gestora de la vida en su propio vientre está más cerca vitalmente de las emociones, sensibilidades y ternura del hijo. Desde esa perspectiva comprendemos el dolor de María y José.
Pero también, comprendemos la ternura y compasión de una madre que, por el hecho de ofrecer y donar su vientre para la vida intrauteria, experimenta más sensibilidad, más ternura, más compasión más interacción con el hijo y, por supuesto, experimenta también más el sufrimiento y el dolor. Hoy, día del Corazón Inmaculado de María, queremos centrarnos en ella, la Madre, ejemplo de fidelidad y obediencia a la Voluntad de Dios.
María, como sufriente, profetizado ya desde la presentación del Niño Jesús en el Templo por el anciano Simeón. ¿Podemos entender como recibió María esa respuesta que hoy nos relata el Evangelio? «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». ¿Podemos entender su dolor? Recibir una respuesta así puede resultar desconcertante y hasta sorprendente. Y, por supuesto, sin entender nada al respecto.
Es doloroso cuando al mismo tiempo se percibe que está próximo la hora de que el Hijo empieza a distanciarse y a dar señales de gestos que no llegas a comprender. Asumir estas circunstancias hace sufrir al corazón y cargarlo de esos interrogantes te hace costoso y difícil sostenerte en la fidelidad y confianza. Sin embargo, María persevera y camina junto a su Hijo. Ella, elegida por Dios para ser la Madre, persevera fiel a su Voluntad y sufre en silencio el mismo silencio de Dios.
Miremos a María con esa mirada de tratar de imitarla y de buena intención, para esforzarnos en seguir su ejemplo y de, también nosotros, interrogarnos respecto a la misión que nos toca a nosotros cumplir.
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