Es evidente que
unidos tenemos más fuerza y levantamos más la voz. Es bien conocida esa frase
de que «todos unidos tendremos más fuerza y nunca
seremos vencidos». Sin embargo, somos también independientes
y pecadores, y a cada uno corresponde dar ese paso que la diferencia y le hace
único y personal.
Pero hay algo más
grande y único. Somos hijos de Dios, todos de un mismo Padre Dios. Y un Dios
que encarnado en Naturaleza Humana entrega su Vida por todos nosotros. Dios nos
salva, por los méritos de su Hijo, a todos. No hace distinciones de ninguna clase.
Todos son sus hijos y sobre todos hacer salir el sol.
Todos estamos
enfermos y esclavizados por las lepras de nuestros pecados, y a todos nos libera y nos salva nuestro
Padre Dios al rescatar nuestra dignidad de hijos por los méritos de la Pasión,
Muerte y Resurrección de su Hijo, nuestro Señor.
Ahora, nos
preguntamos, ¿cuántos somos capaces de caer en la cuenta de esa filiación? ¿Y
cuántos le damos gracias? Posiblemente esa sea la reflexión a la que nos lleva
el Evangelio de hoy. De aquellos diez leprosos solo uno cayó en la cuenta de lo
que le había sucedido. ¡Estaba curado! Alcanzado por la compasión de Jesús se
da cuenta de su identidad personal y pecadora, se para, se vuelve atrás y
alabando al Señor le da gracias y se postra ante Él.
¿Somos nosotros conscientes de lo que realmente somos? ¿Descubrimos nuestra identidad de hijos de Dios y de nuestro pecado? ¿Y estamos dispuesto a reconocernos pecadores y dar gracias a nuestro Padre Dios por su Infinita Misericordia y salvación?
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