No es que andemos
buscando la cruz de nuestra vida. Al contrario, queremos evitarla, sin embargo
se nos hace imposible. ¿Por qué?, porque el amor es y será siempre causa y
motivo de cruz. Cuando amas te das plenamente y en ese darte siempre
encontrarás espinas o tropiezos que te harán sufrir. Solo tenemos que mirar
para nuestros padres y ver lo que han sufrido con nosotros mismos. Por eso la aceptamos libremente y con gozo y paz.
El Reino de Dios
está, pues, dentro de ti. Cada instante en el que tú mueres a tus egoísmos
buscando y sirviendo al bien del necesitado estás haciendo florecer el Reino de
Dios. Cada momento de verdadero amor, desinteresado y gratuito, en el que tú
das y pones todos tus talentos y bienes al servicio de los más necesitados,
estás haciendo florecer el Reino de Dios. Y todo en silencio, con humildad y
sin esperar nada a cambio. Gratuito y con generosidad, sin dar espectáculo ni llamar
la atención.
Dar voz al Reino de Dios que llevas en lo más profundo de tu corazón te exigirá renuncias, sacrificios y sufrimientos. Simplemente la incomprensión y desaprobación de tu propio entorno familiar, de tus amigos y del ambiente que respira resistencia y rechazo a la Palabra de Dios son exponentes de esa cruz que te toca echarte a tus hombres y cargarla con paciencia, humildad y esperanza. Porque el Reino de Dios llegará como el fulgor del relámpago brilla de un extremo al otro del cielo, así será el Hijo del Hombre en su día (Lc 17, 20-25).
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