A veces nos
llenamos de normas y preceptos que, incluso, no nos da el tiempo para
cumplirlos todos. Y, aunque son necesarios, no son imprescindibles no lo
esencial del cristiano. Un cristiano comprometido con su fe de bautismo sabe, o
al menos debe saber, que el primer mandamiento es Amar al Señor, mi Dios con
todo mi corazón, con toda mi alma y con toda mi mente.
Pero, la prueba de
ese amor se concreta y visibiliza en el amor al prójimo de la misma manera que
te amas a ti mismo. Significa que, no está este mandamiento por encima del Amar
a Dios – el primero – sino que va cogido de la mano y unido a él. De tal forma
que, si no amas a tu prójimo, que lo tienes delante de ti, como te amas a ti
mismo, estás mintiendo cuando dices que amas a Dios con todo tu…
Claro queda que
para cumplir, digamos el segundo, se hace imprescindible el primero. Sin amar a
Dios, nuestro Padre, y estar unido a Él de manera íntima, firme y filial como
un hijo depende de su padre, nuestra capacidad de amor a nuestro prójimo se
desvanece y debilita, y terminamos amándonos a nosotros más que a nuestros prójimo.
Nos decimos: primero yo, y siempre yo, y
después los demás.
En consecuencia: Nuestro
Amor a Dios lo hacemos visibles en la medida que tratamos y nos esforzamos,
injertados en el Espíritu Santo, en amar a nuestros prójimos. Si bien, es
verdad, no se trata de agradar y facilitar todo lo que te pidan, sino de dar lo
que realmente es necesario y les conviene.
Amar es una cuestión muy difícil, un compromiso más que afectos y sentimientos. De ahí la imprescindible necesidad de estar conectado al Espíritu Santo, para que con su asistencia y ayuda poder encontrar los verdaderos caminos por donde señalar, ayudar y orientar a hacer el bien en la vida de nuestros prójimos.
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