Se extrañó Nicodemo, jefe y maestro judío de la ley, y, posiblemente, también nos extrañaríamos nosotros sí, perteneciendo a aquella época, Jesús nos hubiese dicho lo mismo que dijo a Nicodemo. No hubiésemos entendido eso de tener que nacer de nuevo. Y si hoy lo entendemos es gracia a la Madre Iglesia que a través de los padres de la Iglesia nos lo explican y transmiten.
Indudablemente, en nuestro bautismo nacemos a una vida nueva, una vida que nace del agua y del Espíritu que recibimos en el bautismo. El mismo Espíritu que recibió Jesús en el Jordán cuando fue bautizado por Juan y presentado por el Padre. Ese Espíritu que sopla por doquier y nos mueve por el camino del amor y de la misericordia. De esa manera se lo dijo Jesús a Nicodemo:
«En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no
puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo
nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho:
‘Tenéis que nacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere, y oyes su
voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace
del Espíritu».
Y es ese Espíritu quien nos mueve contando con nuestro permiso. Hemos sido creados libres, libres para abrirnos a la verdad y al amor. Y es el Espíritu de Dios quien nos mueve en ese camino. Por tanto, nacer de nuevo significa poner nuestro corazón en manos del Espíritu Santo para que oriente y dirija nuestra vida según la Voluntad de Dios, que no es otra que darnos nuestra salvación plena de gozo y felicidad eterna.
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